Adolfo Bioy
Casares
Diario de la
Guerra del Cerdo (1969)
Este livro foi
mencionado em uma ou outra análise às reacções ao Brexit, e com
razão.
Um grupo de
amigos rondando os sessenta anos constata, com preocupação, na sua
cidade, a criação de um ambiente de hostilidade em relação aos
velhos, por parte dos jovens. Esses jovens, influenciados por um
demagogo televisivo, partem para a violência, agressão e até
assassínio, num clima de certa impunidade e, até, condescendência.
Centrado na personagem de Isidoro Vidal, acompanhamos os casos e
dramas no seu grupo, ao qual se referem muito naturalmente como «os
rapazes», sem entenderem muito bem se já ultrapassaram a fronteira
fatídica da idade que os torna num alvo preferencial. Uma frase do
capítulo XLI resume a sua posição: «Os jovens não entendem até
que ponto a falta de futuro elimina o velho de todas as coisas que na
vida são importantes».
Ao contrário da
sociedade tradicional, onde o ancião é respeitado pelo seu
conhecimento e experiência, na moderna sociedade materialista e
mercantilista o velho é considerado obsoleto e um peso morto; esta
obra foi escrita há quase 50 anos e, ao intuir o que aí vinha, Bioy
Casares foi um visionário.
Cuando
dobló por Paunero, Vidal sintió de pronto una íntima convicción
de estar solo. Dirigió la vista al sitio que debía ocupar
Isidorito; ahí no había nadie. Se volvió hacia la esquina.
Isidorito se alejaba en dirección a Bulnes.
—¿No
venís a casa? —gritó Vidal.
—Sí,
ya voy, viejo. Hago una diligencia y voy —contestó
quejumbrosamente el muchacho.
Vidal
pensó que sin duda llega un momento en la vida en que, haga uno lo
que haga, solamente aburre. Queda entonces una manera de recuperar el
prestigio: morir. Ambiguamente agregó: Por tan poco tiempo no vale
la pena.
Había
llegado a su casa. El temor de que Bogliolo, recostado contra la
puerta, lo hubiera sorprendido en su monólogo, lo indujo a saludarlo
excesivamente:
—¿Qué
se cuenta, señor Bogliolo? ¿Cómo le va?
El
otro no contestó en seguida. Después dijo:
—No
le extrañe si no le devuelvo el saludo. Yo, a un hombre que no me
cumple un encargo, lo doy por muerto. Le digo más: le concedo la
importancia que se da a una basura.
Vidal
lo miró desde abajo, se encogió de hombros, caminó a la pieza.
Cuando hubo cerrado la puerta se prometió a sí mismo que si alguna
vez llegaba a ser un gigante, molería a palos a Bogliolo. Hacía
frío en el cuarto. Pensó: “Qué raro. Hablábamos con Isidorito
del individuo y a los pocos minutos lo encuentro”. Se dijo que esos
presagios, a lo mejor simples coincidencias, recuerdan que la vida,
tan limitada y concreta para quien procura indicios del más allá,
siempre puede envolvernos en pesadillas desagradablemente
sobrenaturales. Puso a hervir el agua. Debía acordarse de hablar con
Arévalo del tema de los presagios. En la juventud, a lo largo de
interminables caminatas nocturnas, habían tenido famosas discusiones
filosóficas; después, aparentemente, la vida los había cansado.
Llevó la pavita y el mate, se acomodó en la mecedora, mateó y,
ocasionalmente, se hamacó. Cerró los ojos. En la calle resonó una
bocina como las que usaban los coches de antes. Cuando oyó a lo
lejos el tranvía que después de la curva se balanceaba para tomar
impulso y, con un quejido metálico, avanzaba acelerando, entendió
que soñaba. Si no recordaba nada de lo que luego había ocurrido
tenía alguna esperanza de que fuera el alba, de estar en su casa de
la calle Paraguay y de que sus padres durmieran en el cuarto de al
lado. Oyó un ladrido. Se dijo que era Vigilante, el perro, atado
junto a la glicina del patio. Imaginó o soñó una conversación en
que refería este sueño a Isidorito, que lo encontraba gracioso, por
la presencia de anticuados tranvías y de automóviles cuyas bocinas
emitían sonidos ridículos. Retrospectivamente resultaba difícil
distinguir lo que había pensado de lo que había soñado. Creyó por
primera vez entender porqué se decía que la vida es sueño: si uno
vive bastante, los hechos de su vida, como los de un sueño, se
vuelven incomunicables porque a nadie interesan. Las mismas personas,
después de muertas, pasan a ser personajes de sueño para quien las
sobrevive; se apagan en uno, se olvidan, como sueños que fueron
convincentes, pero que nadie quiere oír. Hay padres que encuentran
en sus hijos un auditorio bien dispuesto, de modo que en la crédula
imaginación de algún chico los muertos recuperan un último eco de
vida, que muy pronto se borra como si no hubieran existido nunca.
Li anteriormente:
El
Sueño de los Héroes (1954)
La
Invención de Morel (1940)