José Ortega y
Gasset
La Rebelión
de las Masas (1930)
Julián Marías
alerta, no prólogo, que este livro – o mais conhecido de Ortega y
Gasset – suscitou muitos mal-entendidos, dado ser apenas uma parte
do conjunto da obra do autor, na qual estão as suas raízes e a sua
justificação; A Rebelião das Massas será um capítulo de
sociologia integrado num pensamento mais abrangente, que, isolado do
seu contexto, poderá não ser totalmente apreendido. O próprio
autor acrescentou-lhe, quase uma década depois, um “Prólogo para
franceses” e um “Epílogo para ingleses” com considerações
acerca de como a passagem dos anos retirou pertinência ao livro –
encarou mesmo a possibilidade de escrever uma segunda parte
complementar.
Escrito entre
1926 e 1929, destinado a conferências e a artigos de jornal, este
ensaio foi publicado como livro em 1930, e analisa a emergência da
sociedade das massas. A caracterização do homem-massa, que ocupa a
primeira parte do livro, descreve a ascensão, não só ao poder mas
a todos os ramos da sociedade, do homem médio, marcado pela
vulgaridade e pela mediocridade, um fenómeno não de classe, mas
transversal a todas as classes sociais. Se um homem de excelência é
aquele que exige muito de si próprio e se define pela exigência e
pelas obrigações, o homem vulgar, pelo contrário, nada exige de
si, é auto-suficiente, injustificadamente confiante, e reclama os
seus supostos “direitos” sem nada ter feito para os merecer. E
para que não se pense que o homem-massa emana apenas da plebe,
Ortega aponta a especialização como a causa do estreitamento de
vistas desses indivíduos parcialmente qualificados, os
sábios-ignorantes, que, sendo versados nas matérias que lhes
respeitam, julgam ter opinião válida sobre qualquer coisa, mesmo
que fique fora da sua área de especialização – política, arte,
religião e todas as esferas da vida. E nomeia-os: médicos,
engenheiros, financeiros, professores e, de um modo geral, os
chamados «homens de ciência», a quem acusa de um comportamento
primitivo e bárbaro, que simbolizam o império das massas. Na
sociedade de massas não será por isso de espantar que o plano
político reflicta o que se passa no plano intelectual e moral.
Quanto à Europa
se encontrar ou não em decadência, uma questão que preocupava o
pensamento da época, Ortega y Gasset não via motivos de
preocupação. Reconhece a existência de uma crise moral, mas
considera-a circunstancial, dado que a aliança da democracia liberal
com o desenvolvimento técnico frutificou numa sociedade de
abundância com parâmetros de bem-estar material jamais vistos. Os
totalitarismos que então avançavam merecem-lhe duras críticas,
considera-os regressivos e produto típico dos homens-massa.
Numa segunda
parte em que analisa a natureza do poder, o modo como ele é exercido
e o que sucede na sua vacilação ou ausência, com comparações
históricas, destaca-se o seu europeísmo optimista defendendo a
integração dos estados numa entidade supranacional como superação
da crise observada, que associa à exiguidade de horizontes que
considera terem atingido os estados nacionais, também eles forjados
pouco antes pela união de estados fragmentados – sublinhando: sem
a anulação das nações. Temos, assim, a defesa de um império sem
imperialismo que devolvesse à Europa o espírito de liderança
civilizacional, no qual ela parecia então desacreditar.
Nos
encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe
entre el tonto y el perspicaz. Éste se sorprende a sí mismo siempre
a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar a la
inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El
tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo,
y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e
instala en su propia torpeza. Como esos insectos que no hay manera de
extraer fuera del orificio en que habitan, no hay modo de desalojar
al tonto de su tontería, llevarlo de paseo un rato más allá de su
ceguera y obligarlo a que contraste su torpe visión habitual con
otros modos de ver más sutiles. El tonto es vitalicio y sin poros.
Por eso decía Anatole France que un necio es mucho más funesto que
un malvado. Porque el malvado descansa algunas veces; el necio,
jamás.
No
se trata de que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual
es más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna
otra época. Pero esa capacidad no le sirve de nada; en rigor, la
vaga sensación de poseerla le sirve sólo para cerrarse más en sí
y no usarla. De una vez para siempre consagra el surtidor de tópicos,
prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el
azar ha amontonado en su interior, y con una audacia que sólo por la
ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera. Esto es lo que en
el primer capítulo enunciaba yo como característico en nuestra
época: no que el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino
que el vulgar proclame e imponga el derecho de la vulgaridad o la
vulgaridad como un derecho.
El
imperio que sobre la vida pública ejerce hoy la vulgaridad
intelectual es acaso el factor de la presente situación más nuevo,
menos asimilable a nada del pretérito. Por lo menos en la historia
europea hasta la fecha, nunca el vulgo había creído tener «ideas»
sobre las cosas. Tenía creencias, tradiciones, experiencias,
proverbios, hábitos mentales, pero no se imaginaba en posesión de
opiniones teóricas sobre lo que las cosas son o deben ser —por
ejemplo, sobre política o sobre literatura—. Le parecía bien o
mal lo que el político proyectaba y hacía; aportaba o retiraba su
adhesión, pero su actitud se reducía a repercutir, positiva o
negativamente, la acción creadora de otros. Nunca se le ocurrió
oponer a las «ideas» del político otras suyas; ni siquiera juzgar
las «ideas» del político desde el tribunal de otras «ideas» que
creía poseer. Lo mismo en arte y en los demás órdenes de la vida
pública. Una innata conciencia de su limitación, de no estar
calificado para teorizar, se lo vedaba completamente. La consecuencia
automática de esto era que el vulgo no pensaba, ni de lejos, decidir
en casi ninguna de las actividades públicas, que en su mayor parte
son de índole teórica.
Hoy,
en cambio, el hombre medio tiene las «ideas» más taxativas sobre
cuanto acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido
el uso de la audición. ¿Para qué oír, si ya tiene dentro cuanto
falta? Ya no es sazón de escuchar, sino, al contrario, de juzgar, de
sentenciar, de decidir. No hay cuestión de vida pública donde no
intervenga, ciego y sordo como es, imponiendo sus «opiniones».
Pero
¿no es esto una ventaja? ¿No representa una progreso enorme que las
masas tengan «ideas», es decir, que sean cultas? En manera alguna.
Las «ideas» de este hombre medio no son auténticamente ideas, ni
su posesión es cultura. La idea es un jaque a la verdad. Quien
quiera tener ideas necesita antes disponerse a querer la verdad y
aceptar las reglas de juego que ella imponga. No vale hablar de ideas
u opiniones donde no se admite una instancia que las regula, una
serie de normas a que en la discusión cabe apelar. Estas normas son
los principios de la cultura. No me importa cuáles. Lo que digo es
que no hay cultura donde no hay normas a que nuestros prójimos
puedan recurrir. No hay cultura donde no hay principios de legalidad
civil a que apelar. No hay cultura donde no hay acatamiento de
ciertas últimas posiciones intelectuales a que referirse en la
disputa. No hay cultura cuando no preside a las relaciones económicas
un régimen de tráfico bajo el cual ampararse. No hay cultura donde
las polémicas estéticas no reconocen la necesidad de justificar la
obra de arte.
Cuando
faltan todas esas cosas, no hay cultura; hay, en el sentido más
estricto de la palabra, barbarie. Y esto es, no nos hagamos
ilusiones, lo que empieza a haber en Europa bajo la progresiva
rebelión de las masas. El viajero que llega a un país bárbaro sabe
que en aquel territorio no rigen principios a que quepa recurrir. No
hay normas bárbaras propiamente. La barbarie es ausencia de normas y
de posible apelación.