Otto Rahn
Cruzada contra el Grial (1933)
Cruzada contra
el Grial (ou Kreuzzug gegen den Gral no seu título
original) tem como tema a Cruzada Albigense, essa encarniçada luta
que a Igreja de Roma, aliada ao reino de França, travou contra a
heresia cátara na região occitana.
No entanto, Otto
Rahn, um historiador que se dedicou profundamente a esta questão,
começa muito antes. Descreve todo o contexto histórico e cultural
que fez da Occitânia um novo espaço geoestratégico emergente no
séc. XI: a herança druida, o elemento dualista celtibérico, a
influência maniqueísta e prisciliana facilmente desembocaram no
gnosticismo cátaro, ao mesmo tempo que se expandia a poesia
trovadoresca, culturalmente influente noutros espaços geográficos.
Deste modo, o alemão Wolfram von Eschenbach reescreveu Parzival,
baseado num texto anterior de Chrétien de Troyes sobre a demanda do
Gral. O Santo Gral, tradicionalmente associado à taça usada por
Jesus Cristo na última ceia para a consagração do vinho, e que
depois teria recolhido o seu sangue após a crucifixação, nunca foi
incentivado no imaginário do catolicismo certamente devido à sua
proximidade cátara; o Gral seria o símbolo da Igreja do Amor, um
anagrama de oposição a Roma.
Nesta região
meridional de França — Gasconha, Languedoc e Provença — cuja
conquista tinha sido um grande esforço para Carlos Magno, por via do
catarismo occitano, ao mesmo tempo filosofia, religião, metafísica
e culto, forjava-se então um novo país. Os principados locais
aliavam-se entre si, e o centro feudal, o Condado de Tolosa,
arrastava-os para a órbita da Coroa de Aragão.
Como reacção a esta situação, o
papado de aliança com o reino francês, desatou uma perseguição
sanguinária (a Inquisição foi fundada nesta altura), tanto mais
que os bens dos hereges, pelas leis da época, revertiam para os seus
denunciantes. Entre a tomada de Béziers, em 1209, até à queda do
último reduto de Montségur, em 1244, vão passar 35 anos de
atrocidades; Roma eliminou a concorrência, e Paris encheu os cofres.
Béziers espera la llegada
de los cruzados.
Un dragón, vomitando
fuego y destrucción, se aproxima en marcha arrolladora...
Un sacerdote cargado de
años solicita entrar en la ciudad. Es Reginaldo de Montpeyroux, el
obispo que se habla unido a la cruzada. Las campanas llaman a los
fieles a la catedral, construida por el maestre Gervasi en estilo
románico.
«Los cruzados están a
punto de llegar», dice el anciano sacerdote; «entregadnos a los
herejes; si no pereceréis todos».
«¿Traicionar a nuestros
hermanos? ¡Preferimos que se nos arroje al fondo del mar!»
El obispo, montado en su
mula, sale de la ciudad. La inesperada respuesta provoca en el gran
prior de Citeaux tal arrebato de cólera, que jura borrar a sangre y
fuego a católicos y herejes y no dejar piedra sobre piedra en la
ciudad.
En la tarde del 25 de
julio, los cruzados están a la vista. Los ribautz
(rufianes) y los truands (truhanes), impacientes por el botín,
corren por propia iniciativa hacia la ciudad.
Al resto de los peregrinos
no les queda otro remedio que seguirles. Las puertas ceden. Los
habitantes de Béziers, ortodoxos y herejes, ante su irrupción huyen
despavoridos a refugiarse en las dos iglesias. Uno de los barones
pregunta al gran abad de Citeaux como se las iban a arreglar para
distinguir a los herejes. Quien, si nos está permitido creer a Cesar
de Heisterbach, debió de contestarle:
«¡Matadlos a todos!
¡Dios ya reconocerá a los suyos!»
En las Casas de Dios,
donde los sacerdotes, revestidos de sus ornamentos, celebran las
misas de difuntos, son asesinados todos los ciudadanos: hombres,
mujeres y niños («veinte mil» escribe Arnaud de Citeaux al papa).
Nadie sale con vida. Hasta los sacerdotes son inmolados ante el
altar. Y el crucifijo y la custodia que presentan ante los
irruptores, resuenan sobre las losas... [...]
La ciudad fue saqueada.
Mientras los cruzados se ocupaban de lleno en su trabajo de verdugos
en las iglesias, los rufianes se dedicaron a la búsqueda de su
botín. A golpe de espada y de bastón hubo de quitárseles a estos
vagabundos saqueadores el producto de su rapiña, pues nadie quería
renunciar al botín que se le habla prometido...
La ciudad comienza a
arder. El humo oscurece el sol de este horrible día de julio, sol
que, sobre el Tabor, se prepara para irse...
«Dios está con
nosotros!», exclaman los cruzados; «¡mirad qué milagro! ¡Ni un
buitre, ni un grajo, se preocupan de esta Gomorra!».
Las campanas se funden en
sus campanarios, los cadáveres arden en llamas y la catedral estalla
como un volcán. Corre la sangre, arden los muertos, llamea la
ciudad, se desploman las murallas, cantan los monjes, los cruzados
asesinan, los gitanos saquean... Así murió Béziers, así se inició
la cruzada contra el Grial...
A falta de buitres y
grajos, Béziers es entregada a lobos y chacales. Su espantoso final
siembra el pánico en las ciudades del Languedoc. No se esperaba
esto.
Que la «cruzada» era una
«guerra», lo sabia todo el mundo; pero que el Louvre y el Vaticano
pudieran rivalizar en rigor para la aniquilación de Occitania, eso
no se esperaba. Era ya demasiado tarde cuando se llegó a tal
convencimiento: la cruzada, con sus trescientos mil peregrinos, se
encontraba en el corazón del país y... el conde de Toulouse, que
participaba directamente en el combate, había perdido sus triunfos.
¡Eso era lo peor!