Heinrich Harrer
Siete años en el Tíbet (1953)
Alpinista experiente, o austríaco
Heinrich Harrer era, em 1939, integrante de uma expedição alemã
aos Himalaias, que fazia o reconhecimento do Nanga-Parbat. Em Agosto
desse ano, enquanto os alpinistas aguardavam na Índia (então
colónia britânica) o transporte de regresso, viram restringidos os
seus movimentos pelos britânicos. Em Setembro, quando estalou a
guerra mundial, foram imediatamente detidos e transportados para o
campo de prisioneiros de Dehra-Dun, no Norte da Índia. Após algumas
tentativas frustradas de fuga, Harrer e outros prisioneiros
conseguiram evadir-se, em Abril de 1944, dispersando-se em vários
grupos. Harrer e Kopp chegaram ao Tibete, onde encontraram o outro
grupo de fugitivos alemães ainda antes de entrar em Gartok, a
primeira localidade importante para a qual se dirigiram. No entanto,
as autoridades recusaram-lhes asilo e insistiram para que eles
saíssem rapidamente do país, encaminhando-os para o Nepal, via
Tradün.
Até Tradün separaram-se os elementos
restantes do grupo; dos sete iniciais ficaram apenas Harrer e Peter
Aufschnaiter, o chefe da expedição. Nessa altura já a guerra tinha
terminado, mas os britânicos, com grande influência no Nepal,
continuavam a encarcerar os alemães que encontravam; ora, sabendo
pelas notícias do estado de destruição da Alemanha, os dois
alpinistas decidiram continuar no Tibete, apesar das enormes
dificuldades materiais, do seu estatuto de “ilegais”, e da
habitual hostilidade tibetana para com os estrangeiros.
Evitando as estradas principais rumaram
então a Lhasa, a capital, ainda uma “cidade proibida” onde, até
à data, relativamente poucos europeus tinham entrado. Chegaram em
Janeiro de 1946 e, após algumas dificuldades iniciais,
foram bem recebidos no seio
da classe dirigente. Em
Lhasa,
apesar do isolamento, os viajantes
viram
uma panóplia de artigos ocidentais à venda, desde a revista Life
aos últimos discos de Bing Crosby, e verificaram
já a existência de numerosas
raças,
religiões e costumes
alheios
ao Tibete — butaneses, nepaleses,
mongóis, sikhs, cazaques,
chineses, muçulmanos, casamentos
mistos, etc. Apesar da
autoridade
incontestada
dos
budistas, era
óbvio que o apogeu do país passara
há muito; esta “diversidade”, minando
a homogeneidade social,
prenuncia sempre uma ruína
próxima.
Trabalharam
como técnicos superiores, em diversas áreas onde Lhasa
tinha falta de quadros especializados, contratados
pelos monges, pelo Governo e pela nobreza, o que lhes facultou a
ascensão social e uma
integração perfeita que fez do Tibete a sua segunda pátria.
A amizade pessoal de Harrier
com Lobsang Samten, irmão do Dalai Lama, abriu-lhe todas as portas e
foi convidado a assistir a rituais jamais observados por europeus;
essa amizade estendeu-se
depois ao então jovem Dalai Lama, de quem se tornou preceptor. Tudo
isto teve um fim brusco em
Dezembro de 1950, quando o Tibete foi invadido pela
horda comunista chinesa de
Mao Tse Tung, e Harrer
decidiu
acompanhar o Dalai Lama na
sua viagem rumo ao exílio,
no vale de Tchumbi, seguindo
depois para
a Índia. Aufschnaiter ficou
algum tempo mais no Tibete e passou depois para o Nepal.
Sete
Anos no Tibete é o
curioso retrato de um país entre
a
intemporalidade
e a modernidade, ainda com
traços fortes de uma Tradição primordial —
de que o Dalai Lama na sua
função de rei-sacerdote é o indicador
máximo — nas
vésperas da sua fatal
derrocada.
Quanto
a esta tradução espanhola, de María Teresa Monguio, julgo que não
primará pela fidelidade ao texto original. Não sei
alemão mas verifiquei que a
sexta edição da
tradução inglesa, de Richard Graves, publicada
em
1954,
contém numerosos trechos que aqui estão em
falta, encontram-se
frases traduzidas com um sentido diferente, e a divisão por
capítulos é outra; creio
que essa tradução inglesa
teria sido uma melhor opção.
El enviado de las
autoridades municipales cerró la conversación declarando que Lhasa
y el Tíbet son lugares estrictamente prohibidos a los extranjeros y
que el Gobierno está firmemente decidido a conservar ese
aislamiento.
—¿Adónde iremos a
parar —dijo como colofón— si todo el mundo fuera libre de cruzar
a su antojo el Himalaya?
¿Que ocurrirá, en
realidad, en semejante caso? Pues sencillamente esto: un hombre
introducirá en el país un vehículo de ruedas que, tarde o
temprano, vendrá a suplir la conducción a espaldas de hombres,
sustituyendo también al yak; siguiendo las huellas del primero, otro
extranjero, armado con una jeringuilla de penicilina, emprenderá la
tarea de expulsar las enfermedades venéreas de las tiendas de los
nómadas y de los palacios de los nobles. Pero el tercero y el cuarto
se dedicarán a arrancar del suelo tibetano el oro y los demás
minerales que encierra. Los torrentes y ríos servirán para mover
turbinas; sobre los altos puertos, donde ahora ondean al aire
oriflamas y banderolas, se alzaran puestos de gasolina y hoteles de
turismo. En fin, expulsando de sus últimos tronos terrestres a los
dioses, telesquíes y funiculares se lanzaran a la conquista de las
montañas. ¡Y es precisamente contra esa invasión que el Tíbet y
su Gobierno están resueltos a defenderse!
[...]
De las provincias
orientales llegan noticias alarmantes, se habla de una concentración
de tropas chinas de caballería e infantería a lo largo de la
frontera. Sin gran confianza, el Gobierno de Lhasa envía varios
regimientos a los lugares más amenazados, aunque sabe muy bien que
sus destacamentos no podrán detener la marea humana que se dispone a
irrumpir en el país. Todas las gestiones encaminadas a lograr alguna
ayuda del extranjero acaban en rotundos fracasos. El ejemplo de Corea
demuestra la impotencia de las Naciones Unidas; no son capaces de
impedir que un osado adversario desencadene un conflicto.
El 7 de octubre de 1950,
los chinos cruzan la frontera por seis puntos y tienen lugar las
primeras escaramuzas. Lhasa no se entera de la noticia hasta diez
días después; mientras los soldados tibetanos mueren en el frente,
la población de la capital aún confía en un milagro. En cuanto las
nuevas de la invasión llegan al Norbulingka, el Gobierno convoca a
los oráculos, y ministros y priores se arrojan a los pies de los
adivinos rogándoles que invoquen la bendición de los dioses sobre
el país. En presencia de Kundun, los monjes se entregan a sus danzas
y exorcismos. De pronto, el oráculo del Estado entra en trance y
pronuncia claramente estas palabras: “Hacedle rey”, y se
prosterna ante el Dalai. Sus colegas hacen profecías análogas.
Entre tanto, las tropas
chinas siguen progresando y su avance alcanza más de cien
kilómetros. Algunas unidades tibetanas se rinden y otras huyen. El
gobernador del Tíbet oriental pide por radio autorización para
deponer las armas, pues ya es inútil toda resistencia; pero la
Asamblea Nacional se la niega. Después de volar los depósitos de
municiones, el gobernador huye en compañía del operador de radio
Robert Ford; a los dos días, las unidades chinas les cortan la
retirada y los hacen prisioneros. En la actualidad, el desgraciado
Ford todavía se pudre en una cárcel china.
Una vez más, el Gobierno
tibetano pide a las Naciones Unidas que intervengan. Por su parte, la
radio de Pekín proclama que sus tropas vienen a “liberar a un
pueblo hermano, de la influencia extranjera”. ¡La verdad es que si
algún pueblo se halla al margen de las rivalidades políticas y
económicas de las grandes potencias, ese pueblo es el Techo del
Mundo! ¡Si existe un país en el que no hay nada que “liberar”,
es el país del Dalai Lama! Lake Success prodiga las buenas palabras
y declara: “Las Naciones Unidas siguen confiando en que se llegue a
un acuerdo entre la China y el Tíbet”.
La suerte esta echada; los
tibetanos que temen la dominación extranjera se disponen a
expatriarse y, con ellos, Aufschnaiter y yo nos preparamos también a
abandonar este país al que tanto debemos.
Las horas que he pasado en
compañía de Kundun se cuentan entre las mejores de mi existencia.
Hemos tratado de agradecer al Gobierno y al Dalai Lama su
hospitalidad, cumpliendo las tareas que se nos encomendaron, pero ni
mi compañero ni yo fuimos nunca instructores militares, por más que
les pese a los centenares de periódicos europeos que lo han
afirmado.
Las noticias catastróficas
siguen afluyendo a la ciudad santa, y el pontífice se preocupa por
nuestra suerte. En el curso de una larga conversación que sostengo
con el, me aconseja que aprovechemos su regreso al Potala para
abandonar la capital; así, nuestra marcha pasará inadvertida, y si
es necesario pondremos por excusa que queremos visitar Chigatse y el
Tíbet meridional.
Contrariamente a los
deseos expresados por la Asamblea Nacional, todavía no se ha
proclamado la mayoría de edad de Kundun; se está esperando una
señal favorable. Pero surge además otro interrogante: ¿que va a
ser del soberano después de la ocupación de Lhasa? En cuanto a esta
cuestión, existe un precedente: en 1910, el decimotercer Dalai Lama
se refugió en la India para escapar a las tropas chinas, y su marcha
salvó al país. Sobre esto también habrá que esperar la respuesta
de los dioses.
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