Por Cuevas y Selvas del Indostán
(1892)
Helena Petrovna Blavatsky, a célebre
co-fundadora da Sociedade Teosófica, dispensa apresentações. A sua
obra divide opiniões, e autores que eu prezo têm posições
diametralmente opostas sobre as suas incursões no ocultismo e na
espiritualidade oriental — Paulo Alexandre Loução, por exemplo,
valoriza o conhecimento da autora russa, enquanto René Guénon o
considera uma fraude. Se é verdade que dificilmente me imagino a ler
Ísis sem Véu ou A Doutrina Secreta, já este Pelas
Grutas e Selvas do Indostão, que me pareceu mais próximo aos
meus gostos e interesses, não me desiludiu.
O livro nasceu como uma série de
crónicas publicadas em dois jornais moscovitas entre 1879 e 1886,
dando entretanto origem a dois volumes publicados na mesma época. Em
1892 apareceu a primeira tradução inglesa, sob o título From
the Caves and Jungles of Hindostan, onde se apresentou o formato
definitivo da obra.
Verdadeira literatura de viagem, H.P.
Blavatski descreve uma Índia exótica, num périplo que se detém
mais demoradamente em Bombaim, Karli, Nassik, Mandú (a cidade
morta), Bagh, Hardwar e Jubblepore. Uma Índia que o tempo
desvaneceu, quando todos os locais dignos de interesse (não só na
Índia mas praticamente em todo o lado) foram já conspurcados por
esse abominável turismo de massas, que lhes despeja diariamente
hordas de forasteiros em cima, transformando-os em parques temáticos
ou centros comerciais. Mesmo assim, há mais de um século, H.P.
Blavatski apercebia-se então dos sintomas de corrosão na sociedade
tradicional, resultantes do contacto imposto pelo Ocidente. Além dos
locais percorridos, com acompanhantes ocidentais e nativos, Blavatsky
descreve o convívio com gente de vários estratos e crenças
religiosas, sem esconder uma verdadeira aversão pelos brâmanes, a
casta sacerdotal no topo da sociedade indiana, considerando-os
obscurantistas, enganadores e oportunistas, reservando o seu
interesse e admiração para a Índia védica que os precedeu.
Dichas Torres del
Silencio, con raras excepciones, son de forma cuadrada o redonda, de
veinte a cuarenta pies de altura, sin puertas ni techumbre; con una
sola entrada de hierro hacia el Este, y tan pequeña que unos
matorrales la recubren. El primer cadáver que se lleve a una dakhma
o torre nueva ha de ser el de un niño o el de un mobed o
sacerdote. A nadie, ni aun al vigilante principal, se le permite
aproximarse a más de treinta pasos de estas torres. Solamente a los
nassesalares, o portadores de los muertos les es permitido
entrar y salir en ellas, pero la vida que ellos llevan es aún más
miserable que la del propio verdugo europeo, pues que, apartados de
todo contacto humano, yacen en el aislamiento más abyecto.
Prohibido, como les está, el ir a los mercados, tienen precisión de
buscarse el alimento por los medios más inverosímiles. Nacen, se
casan y mueren sin relación alguna con los demás seres del mundo, a
excepción de los suyos, y sólo cruzan las calles para incautarse de
los muertos y llevarlos a la torre.
Hasta su vecindad es
considerada como impura. Al entrar en la torre con el cadáver, que
sea el que hubiese sido su rango social, va cubierto con blancos
harapos, lo desnudan y lo colocan silenciosamente en una de las tres
filas que vamos a describir. Luego, con idéntico mutismo salen,
cierran la puerta y queman los harapos.
Entre los adoradores del
fuego, la muerte se ve despojada de toda su imponente majestad,
siendo sólo objeto de repugnancia. Cuando la última hora del
enfermo se aproxima, todos abandonan la estancia mortuoria, tanto
para no crear obstáculos con su presencia a la salida del alma del
cuerpo, como para no contaminarse el vivo con el contacto del muerto.
Únicamente el sacerdote permanece un rato con el moribundo, y
después de recitar en su oído el ashem-vohu, el
yato-ahavarie y otros pasajes del Zend-Avesta, abandona la
habitación antes de que el moribundo abandone su cuerpo. En seguida
traen un perro, poniéndole cara a cara con aquél, ceremonia
denominada sas-did o sea de “la mirada del perro”, y esto
se hace porque el perro es el único ser viviente a quien el
drux-nassu, o demonio, teme, pues le impide tomar posesión
del cadáver. Al efecto se tiene gran cuidado de que no se interponga
la sombra de nadie entre el moribundo y el perro, porque toda la
fuerza de la mirada del perro se perdería y el diablo no
desaprovecharía tamaña ocasión. Después, el cadáver es dejado en
el punto en que la vida le abandonó, hasta que los nassesalares
aparecen con los brazos envueltos en viejos sacos para llevárselo al
dakhma, depositándole en un féretro de hierro, que es el
mismo para todos. Si por acaso acontece que alguno tenido por muerto
vuelve en sí, los nassesalares tienen la misión de matarle,
pues todo aquel que ha sido contaminado por el contacto de los
cadáveres del dakhma, ha perdido, ipso facto, todo
derecho de volver entre los vivos, porque, al hacerlo, contaminaría
a toda la vecindad.
[...]
La rojiza llama de
nuestras antorchas cegaba nuestros ojos en la tenebrosa obscuridad
del bosque. Hay algo de indescriptiblemente fascinador y solemne en
estas augustas travesías por las vírgenes selvas de aquellos
rincones indostánicos. Diríase que todo dormita en torno nuestro, y
sólo rompe el silencio nocturno el monótono y pesado caminar de los
elefantes cual el martilleo de una de las fraguas de Vulcano. De vez
en cuando, sin embargo, se escuchan vagas voces y escalofriantes
murmullos en el sombrío ámbito de la maleza.
—Es el viento, que
entona su misteriosa canción entre las ruinas de otros días.
¡Maravilloso fenómeno acústico! —observó uno de la partida.
—¡Bhuta; bhuta!
—exclamaban espantados los supersticiosos portadores de las
antorchas, al par que, girando rápidamente sobre una pierna y
castañeteando los dedos, las blandían como si trataran de espantar
con ellas a los elementales malignos.
Piérdese luego en la
lontananza el quejumbroso lamento, y retornan a sonar en el bosque
las suaves cadencias de su invisible vida nocturna. Ora es el
chirrido metálico de los grillos, ora el leve susurrar de las hojas
o el vago zumbido de algún insecto. Todo cesa de repente por unos
momentos, y luego torna a principiar aumentando gradualmente. ¡Cuán
vigorosa vida no palpita en la débil hoja; en la mísera yerbecilla,
en el seno de la selva del trópico, mientras que miriadas de
luciérnagas, cual estrellas caídas en el suelo, fosforecen
misteriosas!
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