René Guénon
El Error Espiritista (1923)
Na esteira de O Teosofismo, René Guénon dedicou a sua atenção ao espiritismo, denunciando-lhe o carácter moderno, na teorização e interpretação dos fenómenos que pretende explicar. Uma vez mais, encontra-se aqui a crença no progresso, através da ideia da reencarnação, bem como um tom de fundo socialista e humanitário desde a sua origem, que espelha o pensamento dos seus fundadores, na primeira metade do séc. XIX, não chegando sequer a constituir uma pretensa doutrina – como a teosofia – mas, simplesmente um aglomerado grosseiro de convicções moralistas e sentimentalistas, próprias para a satisfação de uma vaga religiosidade. E ainda, não menos significativo, o aspecto essencialmente material de que se reveste a comunicação com os mortos, e a preocupação de envolver as suas teorias numa aparência «científica», tal como ela é entendida na modernidade. Admitindo, após excluir as muitas fraudes, que resta ainda um conjunto de fenómenos resistentes à catalogação, identificados em tempos e culturas diversas, cuja explicação está muito distante da que é proposta por espiritistas e "neoespiritualistas", Guénon adverte para os riscos desta prática, onde a teoria jamais se separa da experiência, concluindo que, se o espiritismo fosse unicamente teórico, seria muito menos perigoso do que é na realidade.
Pero
volvamos a las enseñanzas de los «espíritus» y a sus innumerables
contradicciones: admitiendo que esos «espíritus» sean aquello por
lo que se dan, ¿qué interés puede tener escuchar lo que dicen si
no concuerdan entre ellos, y si, a pesar de su cambio de condición
no saben más que los vivos? Sabemos bien lo que responden los
espiritistas, que hay «espíritus inferiores» y «espíritus
superiores», y que estos últimos son los solos dignos de fe,
mientras que los otros, bien lejos de poder «iluminar» a los vivos,
tienen frecuentemente necesidad al contrario de ser «iluminados»
por ellos; ello, sin contar con los «espíritus farsantes» a los
que se deben un montón de «comunicaciones» triviales o incluso
obscenas, y que es menester contentarse con desecharlas pura y
simplemente; ¿pero cómo distinguir estas diversas categorías de
«espíritus»? Los espiritistas se imaginan tratar con un «espíritu
superior» cuando reciben una «comunicación» a la que encuentran
de un carácter «elevado», ya sea porque tiene un matiz de prédica,
o ya sea porque contiene divagaciones vagamente filosóficas; pero,
desgraciadamente, las gentes sin partido tomado no ven en ellas
generalmente más que un entramado de simplezas, y si, como ocurre
frecuentemente, esa «comunicación» está firmada por un gran
hombre, tendería a hacer creer que éste ha hecho todo lo contrario
que «progresar» después de su muerte, lo que pone en entredicho el
evolucionismo espiritista. Por otra parte, estas «comunicaciones»
son las que encierran enseñanzas propiamente dichas; como las hay
contradictorias, todas no pueden emanar igualmente de «espíritus
superiores», de suerte que el tono serio que afectan, no es una
garantía suficiente; ¿pero a qué otro criterio se puede recurrir?
Cada grupo está naturalmente admirado ante las «comunicaciones»
que obtiene, pero desconfía fácilmente de las que reciben los
demás, sobre todo cuando se trata de grupos entre los cuales existe
una cierta rivalidad; en efecto, cada uno de ellos tiene generalmente
su médium titulado, y los médiums hacen prueba de unos increíbles
celos al respecto de sus colegas, ya sea pretendiendo monopolizar
ciertos «espíritus», o ya sea contestando la autenticidad de las
«comunicaciones» de otro, y los grupos al completo les siguen en
esta actitud; ¡y todos los medios donde se predica la «fraternidad
universal» son así más o menos! Cuando hay contradicción en las
enseñanzas, todavía es peor: todo lo que los unos atribuyen a
«espíritus superiores», los otros ven en ello la obra de
«espíritus inferiores», y recíprocamente, como en la querella
entre reencarnacionistas y antireencarnacionistas; cada uno hace
llamada al testimonio de sus «guías» o de sus controles, es decir,
de los «espíritus» en quienes ha puesto su confianza, y que, bien
entendido, se apresuran a confirmarle en la idea de su propia
«superioridad» y de la «inferioridad» de sus contradictores. En
estas condiciones, y cuando los espiritistas están tan lejos de
entenderse sobre la cualidad de sus «espíritus», ¿cómo se podría
dar fe a sus facultades de discernimiento? E, incluso si no se
discute la proveniencia de sus enseñanzas, ¿pueden éstas tener
mucho más valor que las opiniones de los vivos, puesto que estas
opiniones, incluso erróneas, persisten después de la muerte, según
parece, y no deben desvanecerse o corregirse sino con una extrema
lentitud?
[...]
Al
considerar las «comunicaciones» como acabamos de hacerlo, solo
tenemos en vista las que se obtienen fuera de todo fraude, ya que las
otras no tienen evidentemente ningún interés; la mayoría de los
espiritistas son ciertamente de muy buena fe, y solo los médiums
profesionales pueden ser sospechosos «a priori», incluso cuando han
dado pruebas manifiestas de sus facultades. Por lo demás, las
tendencias reales de los medios espiritistas se muestran mejor en los
pequeños grupos privados que en las sesiones de los médiums de
renombre; todavía es menester saber distinguir entre las tendencias
generales y las que son propias a tal o a cual grupo. Estas últimas
se traducen especialmente en la elección de los nombres bajo los
cuales se presentan los «espíritus», sobre todo aquellos que son
los «guías» titulados del grupo; se sabe que son generalmente
nombres de personajes ilustres, lo que haría creer que éstos se
manifiestan con mucha mayor frecuencia que los demás y que han
adquirido una especie de ubicuidad (tendremos que hacer una precisión
análoga sobre el tema de la reencarnación), pero también que las
cualidades intelectuales que poseían sobre esta tierra han
disminuido penosamente. En un grupo donde la religiosidad era la nota
dominante, los «guías» eran Bossuet y Pío IX; en otros donde
priva la literatura, son grandes escritores, entre los cuales el que
se encuentra lo más frecuentemente es Víctor Hugo, sin duda porque
también era espiritista. Solamente, hay esto de curioso: en Víctor
Hugo, no importa quién o incluso no importa qué se expresaba en
verso de una perfecta corrección, lo que concuerda con nuestra
explicación; decimos no importa qué, ya que recibía a veces
«comunicaciones» de entidades fantasiosas, como la «sombra del
sepulcro» (y no hay más que dirigirse a sus obras para ver su
proveniencia); pero, en el común de los espiritistas, Víctor Hugo
ha olvidado hasta las reglas más elementales de la prosodia, si
aquellos que le interrogan las ignoran ellos mismos.
Li
anteriormente:
El
Teosofismo: Historia de una pseudorreligión (1921)
O
Esoterismo de Dante (1925)
El
Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos (1945)
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