Emmanuel Carrère
Limónov
(2011)
Emmanuel
Carrère, jornalista francês, conheceu Eduard Limónov na sua
juventude, nos inícios dos anos 80, durante a passagem por Paris do
dissidente soviético, o escritor vindo de Nova Iorque, com uma certa
aura de rebeldia punk, o aventureiro divertido que a todos
impressionava. Após a derrocada da União Soviética, assistiu
incrédulo à passagem de Limónov pela Sérvia de Radovan Karadžić,
e ao seu papel de fundador do Partido Nacional Bolchevique na Rússia,
entre outras actividades que não conseguiu assimilar. Ainda assim,
procurou Limónov em Moscovo, quando este já tinha 65 anos e temia
pela sua segurança pessoal, para as entrevistas que deram origem a
esta biografia romanceada de uma personagem que não conseguia
entender, resultado tanto da admiração como da repulsa.
Limónov,
escrito quase como um livro de aventuras, acompanha a vida do
biografado, desde o seu nascimento em 1943, durante a guerra, à
adolescência de delinquência em Karkov, onde, mais tarde, acabou
por entrar no pequeno e provinciano círculo literário e boémio da
cidade. A ambição por voos mais altos levou-o depois a Moscovo,
onde permaneceu outros sete anos, antes de rumar a Nova Iorque, onde
ficou entre 1975 e 1980. Nessa cidade, à qual tinha chegado cheio de
sonhos, Limónov viveu uma vida dura, por vezes degradante, enquanto
ia vertendo a sua experiência pessoal em manuscritos sucessivamente
recusados, sem conseguir tornar-se no novo Henry Miller, nem alcançar
a fama que julgava sua por direito. Quando a sorte mudou, o primeiro
livro acabou por ser publicado no outro lado do Atlântico, no Outono
de 1980, por um editor parisiense, e traduzido depois nos EUA pelas
editoras que antes o tinham recusado. O relato segue o percurso de
Limónov em Paris e, nos anos finais da URSS, o regresso a Moscovo e
a Karkov, o reencontro com os pais, na casa de onde tinha partido
quinze anos antes. A etapa seguinte passa-se em Vukovar e Sarajevo,
durante a guerra, e de novo em Moscovo, para assistir ao fim da URSS,
à ascensão de Iéltsin e às convulsões que marcaram o início dos
anos 90, e outra vez na guerra dos Balcãs, na Krajina. Novamente em
Moscovo, assiste-se ao início do partido, com Aleksandr Dugin, e ao
posterior afastamento entre os dois; decorrem os dois desastrosos
mandatos de Iéltsin e, na sua sucessão, Vladimir Putin chega ao
Kremlin, e o partido é proibido. Como consequência dessa lei foi
encarcerado durante alguns meses e, por fim, libertado antes de
completar a pena, atendendo ao seu estatuto de escritor reconhecido.
Pienso
que los primeros años de su estancia en París fueron los más
felices de su vida. Había escapado por los pelos de la miseria y el
anonimato. La publicación del Poeta ruso, seguida del Diario
de un fracasado, le había convertido en una pequeña estrella en
un medio que le gustaba: no tanto el de la edición y la prensa
literaria seria como el de los jóvenes a la moda que adoraron al
instante su facha, su francés patoso y sus comentarios
tranquilamente provocativos. Bromas crueles sobre Solzhenitsyn,
brindis por Stalin, era justamente lo que la gente quería oír en
una época y un ambiente que, después de haber enterrado a la vez el
fervor político y las boberías alternativas, sólo admiraba el
cinismo, el desencanto y la frivolidad glacial. Incluso en la
indumentaria, el estilo soviético gozaba del favor de los pospunks,
que se pirraban por las gafas gruesas de concha al estilo Politburó,
las insignias del Komsomol, las fotos de Brézhnev besando en los
labios a Honecker, y Limónov se quedó atónito y luego se emocionó
al ver en los pies de un joven estilista superenrollado unos botines
de plástico con botones a presión que eran idénticos a los que
llevaba su madre en Járkov a principios de los años cincuenta.
[...]
Yeltsin,
tan amado al principio, es ahora tan detestado como su antecesor, y
la elección presidencial parece tan adversa para él que piensa
seriamente en anularla. Como le repite en la sauna el tonton
macoute Koriakov: «Borís Nikoláievich, la democracia está
bien, pero sin elecciones es más segura.»
La
alternativa esta vez no es un histrión como Zhirinovski, sino
directamente los comunistas. Cinco años antes, Yeltsin declaró
fuera de la ley a este partido. Se creía definitivamente terminada
la experiencia aterradora y grandiosa que se llevó a cabo con la
especie humana en la Unión Soviética. Pues bien, al cabo de cinco
breves años de experiencia democrática, todos los sondeos coinciden
y hay que rendirse a esta perturbadora evidencia: la gente está tan
harta de la democracia, del mercado y de la injusticia consiguiente
que se dispone a votar en masa al partido comunista.
Su
líder, Ziugánov, no propone reabrir el gulag o reconstruir el Muro
de Berlín. Bajo la etiqueta de «comunista» , este político
prudente y sin brillo vende menos la dictadura del proletariado que
la lucha contra la corrupción, un poco de orgullo nacional y la
misión espiritual de la Rusia ortodoxa frente al nuevo orden
mundial. Dice que Jesús fue el primer comunista. Promete que si le
votan los ricos serán menos ricos, los pobres menos pobres, y como
mínimo todo el mundo debería estar de acuerdo en la segunda parte
de este programa: ¿quién es realmente partidario de que los viejos
mueran de hambre y de frío?
Sin
embargo, los oligarcas se asustan ante la idea de que quieran
hacerles menos ricos, sobre todo ahora que acaban de inventar y de
endilgar a Yeltsin un chanchullo maravilloso para enriquecerse aún
más: los «préstamos a cambio de acciones». La idea es simple: sus
bancos prestan dinero al Estado, cuyas arcas están vacías, los
préstamos están garantizados por los buques insignia, todavía no
privatizados, de la economía rusa —el gas, el petróleo, las
auténticas riquezas del país—, y si al cabo de un año el Estado
no ha pagado, pasarán por la caja y se cobrarán ellos mismos. El
vencimiento cae después de las elecciones presidenciales y en
consecuencia es vital para los oligarcas que Yeltsin sea todavía
presidente en ese momento, y no un Ziugánov que para mostrar su
virtud amenaza con denunciar el trapicheo.
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