Gonzalo Torrente
Ballester
La Isla de los
Jacintos Cortados (1980)
O autor escreve
de forma epistolar, dirigindo-se a Ariadna, contando-lhe tudo quanto
aconteceu desde que a conheceu. Escreve na pele de um professor
universitário espanhol, algures nos Estados Unidos, e Ariadna é uma
grega, aluna (e algo mais...) de um seu colega, Alain Sidney, também
conhecido por Claire, descendente de um reconhecido poeta britânico,
sir Ronald Sidney. Claire acaba de editar um livro, onde defende que
Napoleão não existiu – terá sido uma criação deliberada –,
tese que põe em risco a sua credibilidade académica e a cátedra;
mas encontra-se ausente do campus e essa circunstância leva
Ariadna ao contacto com o escritor, acabando por viver os dois,
durante um curto espaço de algumas semanas, na cabana de uma pequena
ilha dos arredores, denominada Ilha dos Jacintos Cortados.
Entretanto é-nos
dito que Claire tentava ligar a personalidade de Ariadna à de
Agnesse, uma mulher com quem sir Ronald Sidney manteve uma relação
amorosa na pequena ilha mediterrânica de La Gorgona (que também se
conhece por Ilha dos Jacintos Cortados), no tempo que se seguiu a uma
revolução motivada pela Revolução Francesa, para, através de
uma, conhecer melhor a outra. O escritor, através de métodos
divinatórios, tenta também descobrir o que se passara em La
Gorgona, ilha que aparenta conter a chave da questão levantada pelo
livro de Claire, para mostrá-la a Ariadna, presencialmente ou
através da escrita, com o fim de a impressionar e seduzir,
completando assim o triângulo amoroso. Deste modo se acrescenta um
bom punhado de personagens e se desloca o centro narrativo deste
romance pouco linear, onde a realidade e a fantasia se fundem.
Apesar de Gonzalo
Torrente Ballester afirmar, no prólogo, ser este livro «mero
divertimento e descanso [escrito] ao longo de um ano preenchido por
outro género de trabalhos», na verdade não se afigura de leitura
muito fácil, com parágrafos de grande extensão e diálogos
colocados entre aspas, sem translineação. Contudo, se na forma é
um tanto monótono, a narrativa acaba por se impor, inventiva e
imprevisível.
Verás
que son combinaciones ternarias, las únicas posibles. Verás que
Talía va siempre en medio: así, las manos de sus hermanas la
sostienen. Hay quien afirma que las varias figuras carecen de
finalidad práctica, que no pasan de mero ejercicio estético, o, si
acaso, matemático; pero no falta quien sostenga que depende del
viento, de su duración y de su fuerza. Las escasas veces que llueve
en la Isla, las Hermanas quedan detrás de los cristales, y esa noche
los amantes se sienten libres, y los esposos abren las ventanas de
las alcobas, y hasta los solitarios se regocijan: nueve meses después
suelen nacer muchos niños. Fíjate cómo pasan y repasan delante de
aquella ventana, cómo se posan en el alféizar como si fueran aves,
cómo dejan caer un papelito: mañana el marido o la mujer leerán
algo parecido a esto: «¡Cochinos! ¡Ya lo habéis hecho tres veces
esta semana!». Recorren todas las casas de la ciudad, todas las
calles, todos los recovecos. La gente se aplasta contra el pavimento,
se emboza en las sombras; los despiertos en el lecho simulan sueños
de muerte, mientras, ocultas, las manos se oprimen y se prometen.
Cuando se han alejado las Parcas, un movimiento tímido precede al
furor apresurado con que se quiere recuperar el tiempo. La Vieja
dicta a la Tonta lo que van averiguando, nombres de las personas, qué
hacían cuando las sorprendieron, y la Tonta escribe sin dejar de
volar, en un largo papel que lleva en la mano: cuando escribe, la
Muerta, agarrada únicamente a la Vieja, queda en desequilibrio y
como colgada, pero no llega a caer, porque la Tonta es rápida
escribiendo, y pronto recompone el equilibrio. Son como aves de
presa: ascienden, escrutan y caen en picado sobre el conejo incauto:
«¡Cochinos!». «¿Y si vuelven?» «¡Malo será que vuelvan!» A
veces sí, las Hermanas repiten la ronda, pero, en cualquier caso,
antes que el alba despierte, abandonan el aire y entran en un
cuartucho de la Señoría, donde un funcionario de guardia recibe las
denuncias y las apunta en ese enorme libro de tapas negras: nombre de
los pecadores, delito, cuantía de la multa, o pasar a los jueces el
tanto de culpa.
Si
has seguido con atención el vuelo de las Hermanas, habrás visto
cómo se detuvieron un momento en la terraza de la viuda Fulcanelli;
que la Muerta y la Tonta quedaron en la ventana, y que la Vieja
penetró en el interior de la casa, como que se acercó al lecho de
Agnesse y le espió el sueño, y después hizo un mohín –que en su
cara fue mueca de incomprensión y de indiferencia. Al regresar a
casa, al repasar frente a la Señoría, advierten que Ascanio
Aldobrandini, abierto el mirador, contempla las estrellas. La Vieja
pregunta a la Tonta: «¿Qué hará a estas horas despierto nuestro
sobrino? ¿No te parece raro?». La Tonta debió de repetirlo en voz
demasiado alta, porque Ascanio la oyó y cerró. A la tercera ronda,
Ascanio ya no estaba.
«La
poesía –dijiste entonces– es un amontonamiento de nubes que se
pintan de gris y de púrpura y que te impiden ver al sol caer en el
horizonte. Lo que yo necesito es una explicación racional de por qué
esos fantasmas han venido a espiarnos, me han mirado con esos ojos
muertos, me han insultado.» Tuve que responderte: «Es muy posible
que la explicación que requieres se pueda recabar de Claire: él
entiende de todo». Tú, entonces, te volviste hacia la pared: «Vete
ya, por favor; cuida de que las puertas y las ventanas queden
cerradas».
Li
anteriormente:
Crónica del Rey
Pasmado (1989)
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