Léon Degrelle
Mi Camino de Santiago (2002)
Num dos seus artigos recentes, o El Cadenazo definia-o assim: «Léon
Degrelle formou parte daquela juventude que acudiu ao chamamento da
Europa para se alistar e empreender a grande e decisiva Cruzada
contra o Bolchevismo. Os seus próprios actos colocaram-no à cabeça
das graduações em coragem e inteligência, logrando, no curto
espaço de tempo de quatro anos de aço, por méritos de guerra,
passar de simples soldado raso a chefe General da sua unidade, sendo
o combatente estrangeiro mais condecorado na II Guerra Mundial,
configurando-se para a posteridade como um ícone de heroísmo e de
vontade férrea.»
Léon Degrelle tem vários livros onde
descreve a sua experiência militar, mas este não é um deles. Mon
chemin de Saint Jacques teve a sua primeira edição em 2002, no
que parece ser a sua primeira obra de publicação póstuma, cerca de
oito anos passados sobre a sua morte. O livro não é mais do que o
relato da peregrinação que empreendeu a Santiago de Compostela, em
1951, pela reunião das cartas que escreveu após cada uma das suas
etapas. O percurso foi iniciado a 20 de Junho no Puerto de Ibañeta —
nos Pirenéus, próximo da fronteira francesa —, o Passo de
Roncesvales, do Caminho francês de Santiago. Depois, as jornadas
diárias através das belíssimas paisagens do Norte de Espanha,
levam-no a Pamplona, Logronho, Burgos, Leão, Astorga, Ponferrada e
Santiago de Compostela, onde chegou a 21 de Julho, depois de
percorrer uma distância que ultrapassou os 1000 km. Degrelle dedica
ainda alguns parágrafos à festividades em honra de Santiago, que
decorriam poucos dias depois da sua chegada, tal como refere a sua
ida à Torre de Hércules, o antigo farol na Corunha, a Finisterra
que muitos peregrinos também demandavam no epílogo da jornada
(embora ele não mencione este facto). As diversas etapas, onde se
descrevem as aldeias e as cidades, os monumentos e seu contexto, os
acidentes naturais do percurso, as mudanças meteorológicas e a
interacção com os habitantes ao longo do caminho, são dadas por
uma escrita viva que fazem do leitor um seu acompanhante (tanto mais
quanto o Google Maps dá uma ajuda).
Debí de trotar mucho
tiempo hasta alcanzar Palas del Rey, la anteúltima etapa que me
había asignado. Aquí, después de algunas horas, me sentí otra vez
en plena Edad Media. He deambulado, como un niño encantado, entre el
gentío que había acudido al mercado mensual. Todo era idéntico a
lo que debieron ver en su camino, en días semejantes de tiempos
idos, los polvorientos peregrinos. Campesinos con los bustos como
reproducidos conforme a las miniaturas de los Libros de Horas,
avanzan, nobles, vestidos con blusones, junto a sus bajas carretas,
de ruedas macizas, chirriantes. Otros mantienen a distancia a sus
toros y sus terneros. Viejas completamente melladas, están sentadas,
tocadas con su manteo rojo, de paño grueso, sobre la vestimenta
negra, o acodadas sobre la paja, junto a sus cerdos rosados. Las
monturas de los caballeros están pavonadas con bonitas y ricas
coberturas, con grandes trazos negros, rojos, verdes, amarillos
entretejidos. Los huevos están amontonados, igual que prodigiosos
frutos claros. Todas las frutas del terruño tienen también colores
diversos: brevas verde dorado, manzanas rosadas, cerezas húmedas,
ciruelas claudias amarillo verdoso. Toda una callejuela está
dedicada a la venta de pan, donde se ofrecen grandes hogazas grises,
retorcidas en lo alto, en copete, como si tuvieran un moño. Sobre la
cresta, el extremo más alto de la explanada, está la vieja fuente,
junto a la que espera pacientemente un bonito animal castaño claro.
Los gorrinos, abajo, se mueven en las cajas. Se venden, sobre bancos
de madera, los pulpos violetas después de haberles pescado en
enormes cubetas de cuero, donde se cuecen como en una colada de
obispo.
Lo más bonito,
humanamente mirado, es el muestrario de todos los aperos sencillos
que se ofertan, esos útiles que ayudarán al noble, al sencillo y
gran trabajo en los áridos viñedos: las navajas, finas y largas
como medialunas, que se cubren con una capa de paja antes de
entregársela al posible comprador; las guadañas, doradas y negras;
las sogas, los cebos para el pescado; los grandes cestos, con los
bordes amarillos, trenzados en cuadrados; las cribas que darán su
pureza al trigo de los rubios campos... Nunca puedo dejar de mirar
con sentimiento emocionado estos elementales enseres, que son la base
de la vida campestre y el símbolo del esfuerzo del hombre.
La raza es grave, como ya
lo debía ser hace diez siglos; raza laboriosa, áspera, austera.
Miraba con interés a una de las campesinas que vendía sus frutos:
cada vez que llevaba a término una venta, escondía el producto de
lo vendido, por encima de sus rodillas, en la faltriquera de sus
gruesos refajos (¿refajos de lana?) Otra, sentada sobre la paja,
junto a sus cochinillos, contaba sus perras chicas, una por una, como
si se tratase de monedas de oro. A cada pieza que pasaba se veía que
reflexionaba, recelosa tal vez de la veracidad de lo recaudado. Estas
mujeres —pocas son guapas— tienen un porte de cariátides. Las he
visto, derechas como álamos, llevar sobre sus cabezas las cajas de
frutas, aún dos veces más largas que ellas, con una soltura, una
naturalidad y una nobleza que impresionaban. Son por aquí muy
numerosas las mujeres que tienen los ojos gris-azulado y la piel fina
agradablemente pintada con graciosas pecas, herencia de sus abuelos
Celtas, hermanos a su vez de los Irlandeses y de los Bretones.
Por aquí y por allá,
había un charlatán arengando a una muchedumbre "naif",
que escuchaba en éxtasis. Otros tocaban la guitarra, como en el
pórtico de Puertomarín. Numerosos sacerdotes —sin lugar a dudas,
todos los curas de la región— daban vueltas, empinaban el codo en
los cafés y no quitaban el ojo de las muchachas... Pensaba en la
clerecía picante que pagaba los policromados de los antiguos
escultores...
Una sola cosa era moderna:
el autobús o coche de línea. Pero, aún así, no dejó de hacerme
gracia ver la natural disposición de los ancianos viajeros que
ocupaban estos autobuses, autocares por demás brincadores y
saltarines, acostumbrados a los ajetreos impuestos por las
imperfecciones de los caminos, pues éstos estaban divididos por una
barrera, que separaba así, a un lado, la gente campesina, mujeres
con sus pañuelos liados a sus cabezas, varones con sus blusones,
todos con las miradas vivaces, y al otro lado, viajaba el ganado,
espantado, curioso, mugiente, compartiendo todos de este modo el
mismo vehículo. Viven en común en el autobús igual que en sus
grandes casas de piedra, ¡hogar y establo!