27 de xuño de 2024

Telebasura y Democracia


Gustavo Bueno
Telebasura y Democracia (2002)

Um ensaio interessante pelas questões que levanta, a começar pela semântica, tenta esclarecer o que é considerado “lixo”, as razões que sustentam essa qualificação, qual a sua origem e porque o conceito se apresenta tão difuso. Recusando a generalização, o autor parte para uma análise formal dos diversos tipos de emissão televisiva, o que evidencia diferentes formas de “lixo” (fabricado, segregado, revelado); quanto às razões para o qualificativo – obscenidade, sentimentalismo, exposição da intimidade, etc. – não existe um critério absoluto e a subjectividade da avaliação está ligada à inexistência de uma escala objectiva de medição.
Segundo o autor, a qualificação do “tele-lixo”, pelas comissões auto-arvoradas, pretende impor o gosto da elite, sujeito aos gostos e interesses particulares de quem emite a opinião. Mais ainda, essas comissões não têm qualquer justificação numa sociedade dita democrática, pois as pessoas já “votam” com a adesão ou não à audiência de um programa. Se a popularidade e o volume de audiência não atestam a qualidade televisiva, em último caso o “tele-lixo” acaba por ser aquilo que é desqualificado pelas elites, podendo resultar numa dogmática fundamentalista que atenta contra a liberdade de expressão. Em resumo, como diz uma frase transposta para a capa do livro, “cada povo tem a televisão que merece”.
Os exemplos apontados são, naturalmente, do caso particular de Espanha, embora aquele tipo de programas exista em todo o lado. Gustavo Bueno constata ser um paradoxo que a democracia não tenha melhorado o nível da televisão (também do cinema, ou do teatro) e, pelo contrário, com a abolição da censura (e posterior multiplicidade da oferta) não floresceu a alta cultura. Faz ainda uma ligação entre o espectador de uma sociedade democrática, com o eleitor e o consumidor que optam entre várias propostas disponíveis no mercado. Isto é uma autêntica necessidade existencial, e tudo quanto possa alienar o espectador / eleitor / consumidor tende a ser considerado “lixo”, dentro de uma certa e necessária ambiguidade. Na verdade, a explicação e aplicação do critério torná-lo-ia mais abrangente, e acabaria por comprometer todo o sistema de valores da própria sociedade.

Puede decirse que, en general, la televisión coopera continuamente con la sociedad democrática de mercado, y ello de muchas maneras. Por ejemplo, presentando concursos que disciernen premios proporcionales a la sabiduría o los méritos demostrados por los concursantes, o bien, televisando partidos de fútbol, cuya estructura técnica nada tiene que ver con el sistema democrático. Y sin embargo, una sociedad democrática laica, difícilmente podría «entretenerse» (pero tomando esta palabra no en el sentido lúdico psicológico, sino en el sentido político estricto) si no contase con las ligas de fútbol televisado, porque sólo a través la televisión los miles de ciudadanos que pueden ser acogidos en los estadios pueden transformarse en millones. Y el seguimiento de la liga no solamente organiza el curso anual del tiempo de los ciudadanos electores de la sociedad de mercado de un modo distinto, pero compatible con los ritmos democráticos; no sólo proporciona la posibilidad de mantener ocupados a millones de ciudadanos durante unas horas de «ocio» peligrosísimo (es decir, de millones de horas de vida transcurridas fuera de la fábrica o de la oficina, pero no fuera de la sociedad civil, ni indirectamente de la sociedad política). Durante esas horas de ocio social y político (homólogas a las que en las sociedades feudales ocupaban las ceremonias religiosas) la consistencia de la sociedad democrática se entretiene con el fútbol, como se entretenían en la sociedad feudal con el «ocio religioso». 

Cabría añadir —y esta hipótesis habría que confirmarla con investigaciones sociológicas— que el fútbol televisado contribuye más a la «democracia sostenible» que las horas dedicadas al trabajo asalariado. Porque las horas en las que se canaliza, a través del fútbol televisado, la energía social libre tras el trabajo asalariado de la fábrica o de la oficina evitan el «derramamiento» de esa energía social libre por canales peligrosos o insospechados. 

Sin embargo, el fútbol no contribuye a la estabilidad democrática únicamente por estos mecanismos de aliviadero que guardan un cierto paralelismo con los mecanismos conocidos a través de los cuales se administraba el «opio del pueblo». Sólo un cierto paralelismo, porque la contribución del fútbol a la sociedad democrática no tiene sólo ese sentido «desviatorio» de rumbos estimados como peligrosos: tiene también el sentido de una educación paralela y congruente con la sociedad democrática de mercado, en cuanto reorganización de unas relaciones sociales que la desbordan por todos los lados. El fútbol es un campo de batalla que ofrece situaciones de competición en las que la victoria no se obtiene directamente por sufragio universal de los espectadores, sino por la superior técnica de un equipo frente a otro (descontados los casos de suerte), independientemente de que las posibilidades económicas de cada club sean decisivas para lograr esa superioridad (como ocurre en toda empresa de mercado). 

El fútbol nos ofrece así la imagen de una sociedad competitiva en la que los contendientes son implacables, pero están sujetos sin embargo a unas estrictas reglas de juego. Con todo, lo democrático del fútbol habrá que ir a buscarlo no tanto en las reglas del juego (que son propiamente «aristocráticas», porque ellas están calculadas, para que «gane el mejor», es decir, para que el punto de llegada discrimine a los competidores a quienes se les concedió una teórica igualdad de oportunidades en el punto de salida) cuanto en el sometimiento a esas reglas del juego, al reglamento, bajo la atenta vigilancia del pueblo (que ejerce, junto con el árbitro, las funciones de un poder judicial, y muy especializado y competente, actuando en «sesión pública»). 

Y no acaban aquí las contribuciones del fútbol a la democracia televisada. Gracias a la liga de fútbol los ciudadanos (en el sentido estricto, los que viven en las ciudades de un Estado democrático) se sienten representados, a nivel municipal, por sus equipos de fútbol (los equipos de fútbol no representan a sindicatos ni a partidos políticos: no hay ningún equipo que se titule Comisiones Obreras FC, o Unión General de Trabajadores FC, o Partido Socialista FC). Los ciudadanos, gracias a la liga de fútbol, pueden conocerse mutuamente y relacionarse del modo más directo. Miles de ciudadanos viajan semanalmente de unas ciudades a otras y gracias a ello se contraen nuevas relaciones sociales, de simpatía o de aversión (relaciones rigurosamente estratificadas, por otra parte, según que las ciudades sean de primera división, de segunda, de tercera, etc.).

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