Arturo Pérez-Reverte
La Tabla de Flandes (1990)
Ouvi mencionar pela primeira vez o nome
de Arturo Pérez-Reverte há bastantes anos, na recensão de um dos
seus livros (possivelmente este, A Tábua de Flandres, na
tradução portuguesa), e algo nesse texto me despertou o interesse,
embora já não me recorde do que se tratava. Mais tarde soube que
Pérez-Reverte era jornalista, e o meu preconceito contra
jornalistas-escritores esmoreceu-me a vontade de lê-lo, tanto mais
que a sua obra parecia versar temáticas das quais me encontrava,
então, um tanto afastado. Nos últimos tempos reencontrei
Pérez-Reverte como um dos colaboradores do El Manifiesto, um sítio
que visito com frequência e que defende causas e valores nos quais
me revejo; gostei dos seus artigos e decidi dar-me a oportunidade de
tomar contacto com a sua obra.
Com uma história baseada numa pintura
de Pieter Van Huys, um mestre flamengo do século XV, e do segredo
que ela encerra, encriptado no jogo de xadrez ali representado,
rapidamente a vertigem da partida se apodera das pessoas que se movem
ao redor do quadro, em restauro com vista a ser leiloado. Os
primeiros capítulos foram uma desilusão; tendo por cenário o meio
artístico madrileno, as personagens pereciam desinteressantes e as
situações fúteis, à excepção de Julia (a restauradora) e Muñoz
(um empregado de escritório que se dedica ao xadrez nas horas
vagas). Com o avançar das páginas o livro vai ganhando substância
e profundidade – uma boa justificação
para aquilo que aparentava ser superficial é a vacuidade e o
materialismo que predomina no mundo artístico dos nossos dias –
e A Tábua de Flandres acaba por se tornar num livro que vale
bem o tempo gasto a lê-lo.
Cruzaron
la avenida desierta. Al llegar a la otra acera Julia observó de
nuevo a su acompañante, con disimulo. No parecía un hombre de
extraordinaria inteligencia. Por lo demás, dudaba que las cosas le
hubiesen ido demasiado bien en la vida. Viéndolo caminar con las
manos en los bolsillos, el ajado cuello de la camisa y las grandes
orejas asomando sobre la gabardina vieja, daba la impresión de no
ser sino lo que era: un oscuro oficinista, cuya única fuga de la
mediocridad era el mundo de combinaciones, problemas y soluciones que
el ajedrez podía ofrecerle. Lo más curioso en él era la mirada que
se apagaba al apartarse del tablero; aquella forma de inclinar la
cabeza igual que si algo le pesara demasiado en las vértebras del
cuello, ladeándola; como si de esa forma intentase que el mundo
exterior se deslizara por su lado sin rozarlo más que lo necesario.
Recordaba un poco a los soldados prisioneros que caminaban con la
cabeza baja en los viejos documentales de guerra. Era el suyo el aire
inequívoco del derrotado antes de la batalla; de quien cada día
abre los ojos y se despierta vencido.
Y,
sin embargo, había algo más. Al explicar una jugada, siguiendo el
retorcido hilo de la trama, en Muñoz despuntaba el destello fugaz de
algo sólido, incluso brillante. Como si, a pesar de su apariencia,
en el interior latiese un extraordinario talento lógico, matemático,
o del género que fuera, que daba aplomo, autoridad indiscutible a
sus palabras y gesto.
Le
habría gustado conocerlo mejor. Comprendió que lo ignoraba todo de
él, salvo que jugaba al ajedrez y era contable. Pero ya resultaba
demasiado tarde. El trabajo había terminado, y sería difícil
encontrarse de nuevo.
–
Ha sido la nuestra una extraña relación –dijo en voz alta.
Muñoz
dejó vagar la mirada a su alrededor durante unos segundos, como si
buscase confirmación a aquellas palabras.
–
Ha sido la relación habitual en ajedrez… –respondió–. Usted y
yo, reunidos durante el tiempo que dura una partida –sonrió de
nuevo, de aquel modo difuso que no significaba nada–. Llámeme
cuando quiera volver a jugar.
Ningún comentario:
Publicar un comentario