Ernst Jünger
Tempestades de
Acero (1920)
Ernst Jünger
alistou-se como voluntário no exército e foi já na frente que
completou os vinte anos de idade. Tempestades de Aço, a
primeira obra do escritor, conta a sua experiência pessoal na Grande
Guerra, e foi uma trabalho em constante revisão ao longo da sua
vida. Existem seis «versões» do livro: além da original, em 1920,
Jünger fez alterações logo na segunda edição (1922), e também
na quinta (1924), na décima-quarta (1934) que qualificou de «versão
definitiva», na décima-sexta (1935) e, por fim, em 1961, na
preparação da edição das Obras Completas
(à qual corresponde esta
versão em língua espanhola,
prefaciada e traduzida por Andrés Sánchez Pascual)
– um
esforço estilístico na correcção de certa imaturidade literária
que praticamente não deixou uma única frase sem ser revista e
melhorada. E no entanto, algures nos seus Diários,
Jünger afirmou que «uma página de prosa revista uma e outra vez
para ser melhorada, assemelha-se a uma ferida que não deixamos
cicatrizar».
Tempestades de
Aço é a crónica da vida quotidiana na frente ocidental durante
a Grande Guerra, entre Dezembro de 1914 e Agosto de 1918, com tudo
quanto a caracterizou: as trincheiras e a guerra de posições, os
formidáveis bombardeamentos da artilharia e os ataques de gás, os
pequenos avanços e recuos que cobraram milhares de vidas de
soldados, as várias vezes que se cruzou ileso com a morte, bem como
os ferimentos que sofreu. Foi na Grande Guerra onde, pela primeira
vez, a máquina adquiriu um poder de dizimação nunca visto,
delimitando um antes e um depois para a condição do guerreiro sobre
o campo de batalha. E, quando seria fácil ceder ao sentimentalismo,
Ernst Jünger dá a descrição objectiva de um combatente empenhado
no cumprimento do seu dever, sem hesitações nem dilemas morais até
ao final, quando transparece a causa perdida.
Esta edição
espanhola de Tempestades de Acero, acrescenta ainda dois
outros textos sobre o mesmo tema e com a mesma origem: El
bosquecillo 125 e El estallido de la guerra de 1914. O
primeiro, extenso e em tom mais reflexivo, analisa aprofundadamente a
situação vivida nas proximidades de Puisieux em Junho de 1918, que
já havia sido abordada em Tempestades de Aço; o segundo, de
apenas algumas páginas, descreve as circunstâncias que o levaram a
voluntariar-se e resume o que fez até ao momento em que partiu para
a frente.
Y
ocurrió, en efecto, que, cuando ya no me quedaban más que cincuenta
metros para alcanzar el abrigo de mi compañía, me vi metido en un
salvaje ataque artillero por sorpresa. Era tan intenso aquel fuego
que parecía empresa completamente imposible salvar, sin ser herido,
aquel pequeño tramo. Por suerte vi a mi lado una de aquellas
cavidades en forma de nicho que habían sido construidas en los
taludes de los ramales de aproximación para que las utilizasen los
enlaces. Tres marcos de madera de los usados en las galerías
formaban aquel nicho; no era mucho, pero, en cualquier caso, era
mejor que nada. Me apretujé allí dentro y dejé pasar la tormenta
por encima de mi cabeza.
Había
elegido, al parecer, el peor lugar de todos. Minas esféricas,
grandes y pequeñas, minas de botella, shrapnels, matracas,
granadas de todo tipo — era incapaz de distinguir los artefactos
que allí confusamente zumbaban, gruñían, crujían. No pude dejar
de acordarme de mi buen sargento del bosque de Les Eparges y de su
aterrorizado grito: «¿Pero qué clase de artefactos son éstos?».
A
veces un único estampido infernal, que iba acompañado de
llamaradas, dejaba completamente ensordecido el oído. Después, un
siseo agudo, incesante, producía la impresión de que se acercasen
uno tras otro, zumbando, a una velocidad increíble, centenares de
fragmentos de metralla de una libra de peso. En ocasiones caía, con
un golpe seco, pesado, un proyectil que no estallaba; a su alrededor
la tierra temblaba. Por docenas reventaban los shrapnels,
delicados como bombones fulminantes, y esparcían su densa nube de
bolitas; después llegaban las vainas, con un resoplido. Cuando cerca
de mí estallaba una granada, el barro caía al suelo con estruendo,
como un goteo. Y en medio de todo aquello los fragmentos de metralla
se clavaban en la tierra con un golpe seco.
Describir
estos ruidos es más fácil que soportarlos, pues el sentimiento
asocia cada uno de los sonidos del hierro chirriante con la idea de
la muerte. Y así, yo estaba acurrucado en aquel agujero, con las
manos delante de los ojos, mientras por mi mente desfilaban todas las
posibilidades de que un proyectil me alcanzase. Creo haber encontrado
un símil que expresa muy bien la sensación peculiar que se
experimenta en una situación como ésa, una situación en la que yo,
al igual que todos los soldados de esta guerra, me he encontrado a
menudo. Imagínese uno a sí mismo bien atado a un poste y amenazado
continuamente por un sujeto que blande un pesado martillo. Unas veces
el martillo es lanzado hacia atrás para tomar impulso; otras avanza
zumbando, hasta casi rozar el cráneo; luego chocó contra el poste,
del que salen volando astillas — a una situación como ésa
corresponde exactamente lo que se siente cuando se está al
descubierto en medio de un bombardeo en serio. Yo tenía, por
fortuna, un pequeño sentimiento subconsciente de confianza, ese
sentimiento de que «todo saldrá bien», que se experimenta asimismo
en el juego y que produce un efecto tranquilizante, aunque en modo
alguno esté justificado. También aquel bombardeo llegó a su fin y
pude proseguir mi camino, pero ahora más deprisa.
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