Oswald Spengler
La Decadencia de Occidente
(1918-1923)
O primeiro volume de A Decadência
do Ocidente, subintitulado Forma e Realidade, foi
publicado em 1918. Aquando da publicação do segundo, Perspectivas
da História Mundial, em 1923, o primeiro tomo, que tinha
conhecido um sucesso assinalável, fora alvo de uma revisão, e a
obra ganhou a sua forma definitiva. O impacto do livro despertou
inveja e desdém em muitos historiadores e catedráticos
contemporâneos, pois a popularidade da obra devia muito ao facto das
suas ideias fundamentais não serem difíceis de explicar nem
compreender, fora dos esquemas rígidos dos “historiadores
científicos”, dando uma chave não só para a interpretação da
História como para a previsão do seu rumo futuro. Para os críticos
desta sua Filosofia da História, Spengler só tinha uma resposta:
abram os olhos, vejam o que se passa em redor.
As ideias fundamentais que atravessam
esta obra não são de Spengler, e eram difusamente apercebidas na
época; as referências do autor são Goethe e Nietzsche, e afirma
ter dado uma visão panorâmica do que neles aparecia como uma
perspectiva fugaz. A novidade de A Decadência do Ocidente
está contida em três grandes linhas suportadas pelo método
comparativo: a visão cíclica da História, por oposição à
habitual visão linear do progresso ilimitado; o conceito de “símbolo
máximo” que domina cada uma das grandes culturas inscritas nestes
ciclos e que determina as artes, as ciências, a tecnologia, a
política e a religião; e, por fim, a noção da Alta Cultura como
um organismo vivo, que nasce, desenvolve-se, floresce, e depois
degenera e morre. Acresce a isto – e foi sobretudo neste ponto que
se gerou a polémica – o enquadramento da contemporaneidade na fase
final do ciclo histórico. Porém, longe de defender um
posicionamento fatalista ou de resignação que alguns lhe quiseram
atribuir, Spengler considerava que os seus contemporâneos deviam
aproveitar as enormes oportunidades que ainda estavam disponíveis.
A Decadência do Ocidente, com
as suas 1300 páginas, é um livro marcante, passível de alterar a
forma como olhamos o mundo. Tematicamente, é muito mais abrangente
do que o título deixa supor (o subtítulo é mais elucidativo:
Esboço de uma Morfologia da História Universal). Esta
versão espanhola foi traduzida do alemão por Manuel García Morente
e tem um prólogo de José Ortega y Gasset.
El coloso pétreo de la
ciudad mundial señala el término del ciclo vital de toda gran
cultura. El hombre culto, cuya alma plasmó antaño el campo, cae
prisionero de su propia creación, la ciudad, y se convierte entonces
en su criatura, en su órgano ejecutor y finalmente en su víctima.
Esa masa de piedra es la ciudad absoluta. Su imagen, tal como
se dibuja con grandiosa belleza en el mundo luminoso de los ojos
humanos, su imagen contiene todo el simbolismo sublime de la muerte,
de lo definitivamente «pretérito». La piedra perespiritualizada de
los edificios góticos ha llegado a convertirse, en el curso de una
historia estilística de mil años, en el material inánime de este
demoníaco desierto de adoquines.
Estas últimas ciudades
son todo espíritu. Las casas no son ya —como eran todavía
las casas jónicas y barrocas— las descendientes de la vieja casa
aldeana, célula primaria de la cultura. Ya ni siquiera son casas en
donde Vesta y Jano, los Penates y los Lares tengan santuarios; son
viviendas que ha creado no la sangre, sino la finalidad, no el
sentimiento, sino el espíritu del negocio. Mientras el hogar, en
sentido piadoso, constituye el verdadero centro de una familia, es
que aun sigue viva la última relación con el campo. Pero cuando
esta relación se rompe, cuando la masa de los inquilinos y huéspedes
surcan ese mar de casas errando de refugio en refugio, como los
cazadores y pastores de las épocas primitivas, entonces ya está
perfectamente formado el tipo del nómada intelectual. La ciudad es
un mundo, es el mundo. Sólo como conjunto le
sobreviene el sentido de habitación humana. Las casas son los átomos
que componen ese cosmos.
Ahora las viejas ciudades
adultas, con su núcleo gótico compuesto de la catedral, el
ayuntamiento y las callejas de empinados tejadillos, alrededor de
cuyas torres y puertas pusiera el barroco un cerquillo de
espirituales y claras casas patricias, palacios e iglesias
espaciosas; ahora las viejas ciudades comienzan a prolongarse en
todas las direcciones con masas informes, cuarteles de alquiler y
construcciones útiles que van invadiendo el campo desierto. Ábrense
calles, derríbanse edificios, destruyese en suma el rostro noble y
digno de los antiguos tiempos. El que desde lo alto de una torre
contempla ese mar de casas reconocerá al punto en esa historia
petrificada el instante en que, acabado el crecimiento orgánico,
comienza el amontonamiento inorgánico que, sin sujetarse a límites,
rebasa todo horizonte. Ahora surgen los productos artificiales
matemáticos, ajenos por completo a la vida del campo; esos
engendros, hijos de un finalismo intelectual; esas ciudades de los
arquitectos municipales, que en todas las civilizaciones
reproducen la forma del tablero de ajedrez, símbolo típico de la
falta de alma. Herodoto contempla admirado en Babilonia esos
cuadrados regulares. Los españoles los ven también en Tenochtitlán.
En el mundo antiguo comienza la serie de las ciudades «abstractas»
con Thurioi, que «diseñó» en 441 Hippodamos de Mileto. Siguen a
ésta Priene, donde el tipo cuadrático ignora la movilidad de la
superficie; Rodas, Alejandría.
[...] El «sinequismo»
que en los primeros tiempos de la antigüedad empujó hacia las
ciudades a la población campesina y creó así el primer tipo de
polis, se repite al final en forma absurda. Todas esas ciudades son
exclusivamente City, ciudad interior. Este nuevo sinequismo crea el
mundo de los pisos superiores, que es como nuestras actuales
zonas de extrarradio. [...]
Pero ni la miseria, ni la
fuerza, ni la clara percepción de la locura que lleva consigo este
desarrollo son capaces de contener la fuerza atractiva de esos
centros demoníacos. La rueda del destino ha de seguir corriendo
hasta el término de la carrera. El nacimiento de la ciudad trae
consigo su muerte. El principio y el fin, la casa aldeana y el bloque
de viviendas son uno a otro como el alma a la inteligencia, como la
sangre a la piedra. Mas la palabra «tiempo» no en vano designa el
hecho de la irreversibilidad. Siempre adelante. Nunca puede volverse
atrás. Los aldeanos antaño dieron vida al mercado, a la ciudad
rural y la alimentaron con su mejor sangre. Pero ahora la ciudad
gigantesca chupa la sangre de la aldea, insaciablemente, pidiendo
hombres y más hombres, tragándoselos, hasta que al fin muera en
medio de los campos despoblados. Quien cae en las redes de la belleza
pecadora de este último prodigio de la historia, no recobra nunca
más su libertad. Los pueblos primitivos pueden desprenderse del
suelo y emigrar a remotos países. El nómada intelectual no puede
hacerlo ya. La patria para él es la ciudad. En la aldea más próxima
siéntese como en el extranjero. Prefiere morir sobre el asfalto de
las calles que regresar al campo. Y no lo liberta ni siquiera el asco
de esa magnificencia, el hastío de tanta luz y tanto color, el
taedium vitae que de muchos se apodera al fin. El hombre de la
gran urbe lleva eternamente consigo la ciudad; la lleva cuando sale
al mar; la lleva cuando sube a la montaña. Ha perdido el campo en su
interior y ya no puede encontrarlo fuera.
[...]
En las ciudades mundiales
es donde, junto a una minoría que tiene historia, que vive en sí la
nación, que siente en si representada la nación y quiere dirigirla,
se produce otra minoría de hombres literarios sin tiempo, sin
historia, hombres de razones y causas, no del sino, hombres que,
ajenos ya por dentro a la sangre y a la existencia, son pura
conciencia vigilante, y no ven en el concepto de nación ningún
contenido «racional». Y es la verdad que estos hombres ya no
pertenecen a una nación. Todo «pueblo culto» es una corriente de
existencia; pero el cosmopolitismo es mera asociación de
«inteligencias». Hay en todo cosmopolitismo odio al sino y sobre
todo a la historia como expresión del sino. Todo lo nacional es
racial, hasta el punto de no encontrar lengua expresiva; y en todo lo
que exige pensamiento manifiéstase inhábil y desamparado. El
cosmopolitismo es literatura: fuerte en argumentos y muy débil
cuando ha de defenderse no con argumentos, sino con la sangre.
Precisamente por eso, esta
minoría espiritualmente superior combate con las armas del espíritu,
porque las ciudades mundiales son puro espíritu, sin raíces,
posesiones mostrencas del hombre civilizado. Los «ciudadanos del
mundo», los entusiastas de la paz universal y unión de los pueblos
—en la China de los imperios en lucha, como en la India budista,
como en el helenismo y como en la actualidad son los directores
espirituales del felahismo. ¡Panem et circenses! He aquí la
otra fórmula del pacifismo. En la historia de todas las culturas
ha habido siempre un elemento antinacional, aunque no tengamos
noticia de él. El pensamiento puro, orientado hacia si mismo, ha
sido siempre enemigo de la vida, y, por tanto, hostil a la historia,
antiguerrero, sin raza. Recordad el humanismo y el clasicismo, los
sofistas de Atenas, Buda y Laotsé. Y no hablemos del apasionado
menosprecio que los grandes defensores de las cosmogonías
sacerdotales y religiosas sintieron siempre hacia toda ambición
nacional. Muy distintos, sin duda, son estos ejemplos entre si. Pero
todos concuerdan en reprimir el sentimiento cósmico de la raza, el
sentido político y, por tanto, nacional de los hechos —¡right
or wrong, my country!— la decisión de ser sujeto y no objeto
de la evolución histórica —pues no hay mas que esas dos actitudes
posibles— en suma, la voluntad de poderío, substituyéndola por
una propensión o tendencia, cuyos directores son muchas veces
hombres sin instintos originarios y por lo mismo esclavos de la
lógica, hombres que viven en un mundo de verdades, de ideales, de
utopías, hombres librescos que creen poder reemplazar la realidad
por la lógica, la fuerza de los hechos por una justicia abstracta,
el sino por la razón. Esto empieza con los hombres del eterno miedo,
los que se apartan de la realidad y se retiran a los claustros, a los
cuartos de trabajo, a las comunidades espirituales y declaran que la
historia universal es indiferente; y termina en toda cultura con los
apóstoles de la paz universal. Cada pueblo en el curso de su
historia llega a tal punto de decadencia.
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