23 de setembro de 2024

La Guerra Oculta


Emmanuel Malynski
La Guerra Oculta (1936)

Polaco de naturalidade russa, Emmanuel Małyński é o autor deste ensaio radical e transgressivo que arremete contra uma série de tabus históricos, políticos e culturais cimentados no séc. XX e ainda demasiado arraigados. Léon de Poncins, que em algumas edições figura como co-autor, apesar de ter igualmente uma bibliografia digna de interesse, redigiu aqui um resumo das teses expostas nos 25 volumes de La Mission du Peuple de Dieu, escritos pelo seu amigo Malynski. De destacar o Prefácio de Julius Evola, vindo da tradução italiana de 1939, e o Apêndice de Edoardo Longo, onde se afirma, justamente, que “Malynski proporciona as armas mais eficazes para a compreensão das dinâmicas reais da História”.
La Guerra Oculta analisa o impacto dos desenvolvimentos históricos decorridos na centúria entre o Congresso de Viena, em 1815, e a Revolução de Outubro na Rússia. Percorre-se, assim, a Guerra da Crimeia, o papel de Napoleão III e do 2.º Império, a chancelaria de Bismarck, a Comuna de Paris, a importância da reforma agrária de Stolypin na Rússia czarista (interrompida pelo seu assassínio às mãos de um judeu), a Grande Guerra (destinada a derrubar três potências europeias: a Rússia czarista, a Alemanha monárquica e a Áustria católica – conseguindo ainda, como bónus, o fim do império Otomano – impondo formas políticas demo-liberais, de acordo com os interesses hebraicos), a Conferência de Paris de 1919, e como o capitalismo ocidental preparou as condições para o triunfo do bolchevismo na Rússia, com uma análise mais aprofundada da História das duas primeiras décadas do séc. XX neste país.
A partir do conceito de “guerra oculta” aplicado ao estudo histórico, Malynski expõe a estratégia subjacente à orientação para um determinado fim de acontecimentos aparentemente casuais e isolados, que aparecem deste modo sob uma luz diferente e reveladora. Uma força determinada e com objectivos a longo prazo, actuando discretamente sobre os acontecimentos, com uma estratégia hegemónica racial, cultural, económica, religiosa e política.

Bismarck no verá como Metternich dos frentes internacionales e históricos en las fases de una lucha que continuaban por generaciones. Él no se daba cuenta que Europa estaba por devenir un solo organismo, con órganos reaccionantes cada vez más los unos sobre los otros. Él discernía sólo el provecho inmediato que la Prusia monárquica podía obtener, deviniendo en el instrumento de la ubiquidad capitalista, aun cuando ello fuera en desventaja de la idea monárquica en general. Él fue un gran prusiano, pero un pequeño europeo.
Él sabía que la monarquía es un elemento de fuerza y lo quería para su país; pero, por la misma razón, quería el liberalismo para los adversarios o posibles competidores de su país, viendo en ello un elemento de debilidad y de inferioridad. Y adversarios eventuales eran todos, ya que Alemania debía estar por encima de todos, über alles.
Él humilló y debilitó Austria, esa ciudadela de la aristocracia feudal. Él luchó contra el catolicismo y la Santa Sede, es decir, contra el principio fundamental del derecho divino. Y dicha lucha la llamó Kulturkampf, lucha por la civilización. ¿No es la jerga de los hombres del "progreso" y de las logias?
Él contribuyó a fomentar la república y la democracia en Francia, con el objeto de debilitar, humillar y mortificar esta gran nación.
En cuanto a su misma patria, él debía reducir el feudalismo, que constituía su armazón social, a una fachada y sustituirlo por el estatismo burocrático, como lo había hecho Richelieu en Francia, olvidando que un simple cambio de persona, en esas condiciones, había hecho posible su transformación en una democracia y en un socialismo de estado. Por ello, debía dejarse seducir por los espejismos del capitalismo imperialista. Todo ello, porque él, cegado por el orgullo nacionalista, creía en la inmunidad excepcional del elemento prusiano.
Y él empujó su país, y, automáticamente a todos los demás, sobre la senda del armamentismo, hasta el momento en que la circunscripción general, es decir, la masa armada, se volvió reglamentaria en toda Europa. Ingenuamente, en ello, él veía el aumento de la potencia militar de Alemania frente a sus vecinos; él olvidaba que estos vecinos le habrían seguido por el mismo camino, por lo que las posiciones habrían quedado más o menos como antes. Pero las posiciones cambiaban en Alemania, y en otras partes, y en modo alarmante, respecto de una eventual lucha de clases; y ya no estaba permitido a un hombre de estado europeo, digno de este nombre, ignorar este peligro en la segunda mitad del siglo XVIII y, con mayor razón aún, en el primer cuarto del siglo XIX.
Del mismo modo, los romanos de la decadencia enseñaban la ciencia militar a los bárbaros que componían las legiones, para luego enviarlos a sus tierras de origen, a que estuvieran bien preparados para invadir, saquear y someter al imperio.
El incremento de los armamentos, asumiendo proporciones gigantescas, obligó al estado a seguir una política fiscal en gran escala, con el único fin de estar en condiciones de pagar los intereses de los préstamos. Fue una política de endeudamiento progresivo, con un capital no redimible, porque devorado por gastos que, justificados únicamente por la perspectiva de una guerra, en el momento inmediato eran fructíferos sólo para la ubicuidad internacional del oro hebreo. Dichos gastos eran siempre necesarios para estar al día en la carrera armamentista, de modo que la riqueza de los particulares, siempre más endeudados con la alta finanza y el hebreo a través del estado, de sólida y tangible que era, se deshizo progresivamente y se deslizó en las cajas de fondos de las finanzas preponderantemente hebraicas, bajo la forma fácilmente movible de oro y títulos.
La política general de Bismarck habría sido excusable e incluso normal unos siglos antes. Entonces los estados monárquicos no tenían enemigos internos, o bien, estos enemigos eran sólo accidentales, no permanentes; actuaban cada uno por su cuenta y no constituían un frente internacional único, con columnas nacionales ejecutando un plan estratégico de conjunto, siguiendo una común inspiración. Entonces los emperadores podían pelear impunemente con los papas, los reyes con los reyes y los grandes vasallos de la corona; los prelados, finalmente con los príncipes porque no existía un terrible enemigo común y omnipresente, trabajando para la perdición y la ruina de todos ellos. En cambio, en los tiempos de Bismarck, este enemigo ya existía y no podía pedir nada mejor que aliarse a uno u otro elemento o estado, según las oportunidades, y al final, quedar dueño del campo de batalla sin haber corrido el menor riesgo.
Una política así, después de 1848, y ya después de la Revolución Francesa, era peligrosísima.

Ningún comentario:

Publicar un comentario