Aleksandr Pushkin
Los Relatos de Belkin (1831)
Aleksandr Pushkin foi o primeiro grande vulto da literatura russa moderna, primeiramente pela obra poética, e de igual modo no teatro e na prosa, fazendo a transição do romantismo para o realismo, tornando-se numa influência determinante sobre os grandes nomes da literatura russa do séc. XIX. Os Contos de Belkin, também conhecidos por uma série de variações à volta do título Contos do defunto Iván Petróvich Belkin, pertencem à primeira fase dos trabalhos em prosa, concluídos e editados quando Pushkin tinha já nome feito na poesia. Os cinco contos que compõem este livro, escritos de uma assentada no Outono de 1830, inauguram de facto a nova literatura russa, influenciados pelas formas que tinham surgido em França e Inglaterra, e adaptados à realidade russa. São narrativas simples, com inesperadas reviravoltas no final, algo teatrais, atribuídas ao imaginário Iván Petróvich Belkin, cujos manuscritos teriam sido seleccionados pelo seu editor para publicação em livro póstumo. O excerto pertence ao terceiro conto, “O Fabricante de Caixões”.
Al acercarse a la casita amarilla que desde hacía tanto tiempo
cautivaba su imaginación y que por fin había adquirido por una
respetable suma, el viejo fabricante de ataúdes advirtió con
asombro que su corazón no se regocijaba. Al traspasar el desconocido
umbral y encontrar su nueva morada en pleno desorden, suspiró
recordando la vetusta casucha en la que durante dieciocho años todo
había estado sometido al orden más riguroso; después de reñir a
sus dos hijas y la criada por su lentitud, se dispuso a ayudarlas.
Pronto estuvo todo en su sitio: el retablo de los íconos, el armario
de la vajilla, la mesa, el diván y la cama ocuparon los lugares que
él les había destinado en la habitación interior; en la cocina y
en la sala encontraron sitio los artículos propios de la profesión
del dueño: ataúdes de todos los colores y tamaños; sombreros,
capas y antorchas. Sobre la puerta, un cartel representaba un robusto
Cupido con una antorcha vuelta hacia abajo en la mano y la
inscripción: «Se venden y tapizan ataúdes sencillos y pintados.
También se alquilan y reparan los viejos.» Las muchachas se
retiraron a su habitación y Adrián, después de pasar revista a su
vivienda, se sentó junto a la ventana y ordenó que preparasen el
samovar.
El culto lector sabe que Shakespeare y Walter Scott presentaban a sus
sepultureros como hombres alegres y burlones para impresionarnos más
con el contraste. Por respeto a la verdad, nosotros no podemos seguir
su ejemplo y nos vemos obligados a confesar que el carácter de
nuestro fabricante de ataúdes correspondía por entero a su lúgubre
oficio. Adrián Prójorov se mostraba de ordinario sombrío y
taciturno. Únicamente salía de su silencio para reñir a sus hijas
cuando las sorprendía sin hacer nada, mirando por la ventana a los
transeúntes, o para pedir un precio excesivo por sus obras a quienes
tenían la desgracia (o a veces el placer) de necesitarlas. Así,
pues, mientras tomaba la séptima taza de té sentado junto a la
ventana, Adrián, fiel a su costumbre, se hallaba sumido en tristes
meditaciones. Pensaba en la lluvia torrencial que una semana antes
había caído en las mismas puertas de la ciudad sobre el entierro de
un brigadier retirado. Esto había sido la causa de que muchas capas
se hubiesen encogido y de que muchos sombreros se hubiesen arrugado.
Preveía gastos inevitables, pues los antiguos atavíos fúnebres de
que disponía se encontraban en lastimoso estado. Confiaba en
resarcirse de los gastos a expensas de la vieja comerciante Triújina,
que ya llevaba casi un año muriéndose. Pero la Triújina se moría
en la calle Razguliái y Prójorov temía que los herederos, a pesar
de sus promesas, se resistieran a mandar a buscarle desde tan lejos y
recurriesen a los servicios de un establecimiento de pompas fúnebres
más cercano.
Estas meditaciones fueron interrumpidas por tres golpes masónicos en
la puerta.
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