Alejo Carpentier
Los Pasos Perdidos (1953)
Cheguei a Alejo Carpentier e a este
livro depois de ter lido uma entrevista com o escritor José Vicente
Pascual; quando lhe foi perguntado sobre quais os livros que leria
uma segunda e terceira vez, disse, sobre Los Pasos Perdidos,
que era a novela que mais vezes havia revisitado; que era preciso
lê-la com vinte anos, com trinta, com quarenta, com cinquenta —
e que nunca era a mesma novela.
É na verdade um livro um tanto
estranho, mas marcante, que conta a história de um compositor enviado à
selva sul-americana (numa nota final o autor diz ter descrito o alto
Orinoco), em busca de raros instrumentos musicais tribais, destinados
a um museu. Para além de evocativas descrições da natureza, ou de
digressões musicológicas, é também a história do seu
relacionamento com três mulheres: a esposa (uma actriz de teatro com
quem mantém uma relação árida e subjugada à rotina), a amante
(uma astróloga, mulher de cidade que comete o erro de o acompanhar à
selva), e uma mestiça aldeã, que encontra na viagem. O
protagonista, cujo nome nunca é pronunciado, deixa-se depois
encantar pela vida básica numa aldeia recém-fundada, julgando
encontrar aí o entorno ideal para dar finalmente curso à sua veia
criativa como compositor. A sua integração virá a revelar-se
incompleta, e, desse falhanço, retenho uma frase que surge num dos
últimos parágrafos: "Hoje terminaram as férias de Sísifo".
Fingiendo que no me
hubiera oído, o que mis palabras no tenían el menor interés,
Mouche afirmó que aquí no había cosa de mérito que ver o
estudiar; que este país no tenía historia ni carácter, y, dando su
decisión por sentencia, habló de partir mañana al alba, ya que
nuestro barco, navegando esta vez a favor de la corriente, podía
cubrir la jornada del regreso en poco más de un día. Pero ahora me
importaban poco sus deseos. Y como esto era muy nuevo en mí, cuando
le declaré secamente que pensaba cumplir con la Universidad,
llegando hasta donde pudiera encontrar los instrumentos musicales
cuya busca me era encomendada, mi amiga, de súbito, montó en
cólera, tratándome de burgués. Ese insulto —¡bien lo
conocía yo!— era un recuerdo de la época en que muchas mujeres de
su formación se hubieran proclamado revolucionarias para gozar de
las intimidades de una militancia que arrastraba a no pocos
intelectuales interesantes, y entregarse a los desafueros del sexo
con el respaldo de ideas filosóficas y sociales, luego de haberlo
hecho al amparo de las ideas estéticas de ciertas capillas
literarias.
Siempre atenta a su
bienestar, colocando por encima de todo sus placeres y pequeñas
pasiones, Mouche me resultaba el arquetipo de la burguesa.
Sin embargo, calificaba de
burgués, como supremo denuesto, a todo el que intentara
oponer a su criterio algo que pudiera vincularse con ciertos deberes
o principios molestos, no transigiera con ciertas licencias físicas,
encerrara preocupaciones de tipo religioso o reclamara un orden. Ya
que mi empeño de quedar bien con el Curador y, por ende, con mi
conciencia, se atravesaba en su camino, tal propósito tenía, por
fuerza, que ser calificado por ella de burgués.
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