Salvador Borrego
Derrota Mundial (1953)
Já não me lembro onde encontrei a
referência a Salvador Borrego Escalante, jornalista e escritor
mexicano, autor de dezenas de livros; terá sido possivelmente em
algum dos sites de informação independente, em língua espanhola,
que percorro frequentemente. É, evidentemente, um nome maldito —
não tem sequer uma entrada na Wikipedia em português, nem encontrei
rasto de alguma vez ter sido publicado em Portugal.
Em Derrota Mundial atreveu-se a
escrever a História do ponto de vista dos vencidos, quando, toda a
gente o sabe, só aos vencedores é permitido escrevê-la. Porque os
factos, por si só, não são a História; a História é a
«narrativa» (para utilizar uma palavra de má memória) que integra
de um modo coerente esses factos, destacando uns, desvalorizando
outros, ignorando os restantes — quando não os oculta
deliberadamente. Quanto a este livro em particular — que já
ultrapassou as 50 edições desde que foi editado pela primeira vez,
em 1953, contra boicotes, ameaças ao autor, aos editores e
distribuidores — oferece um vasto panorama de análise metapolítica
do século decorrido entre a publicação do Manifesto Comunista
e o rescaldo da II Guerra Mundial, profusamente documentado e
sustentado, numa linguagem clara e acutilante. Uma surpresa, para
quem procure uma «narrativa» alternativa à versão «oficial»,
que os poderes instituídos têm imposto com razoável sucesso. Pelo
modo como as coisas seguem, um dia, talvez não muito distante, este
livro há-de ser proibido.
Todo poblado y toda aldea
cayó en un infierno inenarrable. Ancianos asesinados a golpes porque
tenían algún hijo en las SS; civiles muertos a tiros en la nuca
delante de sus familiares; civiles requisados como bestias para
cargar abastecimientos o arrojados ante las líneas alemanas para que
hicieran estallar minas al pisarlas. Niñas de 12 años y mujeres
hasta de 70 ultrajadas públicamente y en masa; criaturas que
lloraban y gritaban presas de espanto al ser obligadas a presenciar
aquellas torturas de sus madres; niños arrancados de sus padres y
llevados al Oriente; muchachos de diez años requisados por el
Ejército Rojo; saqueos de ropa y de víveres, mujeres semidesnudas
abandonadas en los caminos para morir lentamente de hemorragia y de
frío.
Todo lo que se temía del
Oriente, monstruosamente superado por aquel infierno... Caravanas
aterrorizadas de civiles comenzaron a huir hacia retaguardia. En
carros y a pie recorrían caminos llenos de nieve y a veces
alcanzados por tanques soviéticos que se divertían disparando
contra esos blancos inermes, para luego caer sobre las mujeres. Hubo
casos en que no respetaban ni a las muertas.
En la confusión de la
huida —agravada por los ataques rasantes de los aviones
soviéticos—, madres que perdían a sus hijos y niños que buscaban
aterrorizados a sus madres. A veces la marcha se prolongaba tanto,
por los caminos nevados, que entumecidos fugitivos perdían los pies
como si fueran de cristal, al quitarse las botas. Enfermos corroídos
por dolores intestinales al cundir las epidemias. Soldados heridos
que huían entre la población civil o que fatigados se suicidaban.
Había también caravanas
de prisioneros ingleses, americanos y rusos que voluntariamente se
alejaban del frente soviético. Trabajadores franceses y polacos
engrosaban la huida.
Los restos de la marina
alemana se dedicaron infatigablemente a evacuar civiles de Prusia
Oriental, Transportaron cerca de millón y medio de desventurados, no
sin padecer espantosos desastres. La flota submarina soviética del
Mar Báltico, inicialmente integrado por 94 unidades, había sido
mantenida a raya durante toda la guerra. En 1941-42 había hundido 24
naves alemanas, inclusive lanchones, al incosteable precio de 37
submarinos destruidos. Pero en los últimos días pudo aprovecharse
del blanco fácil que ofrecían los transportes. El vapor «Wilhelm
Gustloff» fue torpedeado de noche por un submarino ruso y de sus
5000 ocupantes sólo mil pudieron ser rescatados de las frías aguas
del Báltico.
El barco «General
Steuben» que zarpó de Prusia el 9 de febrero con dos mil heridos y
mil fugitivos, en su mayor parte niños, también fue alcanzado por
un torpedo y su proa se clavó inmediatamente en el agua. Los que
viajaban en cubierta se apeñuscaban en la popa, pero al escorarse la
nave y al cundir el pánico muchos niños y adultos resbalaban hacia
el agua o caían en las hélices. Algunos hombres que llevaban
pistola se suicidaron. Y los dos mil heridos trataban vanamente de
salir a cubierta. Cuando se hundió de pronto lo que sobresalía del
barco, «dos mil gritos de los encerrados en el interior terminaron
repentinamente, sin intermedio, como cortados por un único y
terrible tajo». Al desaparecer la nave hizo un remolino tan
vertiginoso que se tragó a los que nadaban a su alrededor. El
transporte «Goya» sufrió una suerte semejante con 7000 fugitivos,
de los cuales se salvaron sólo 170. Y cuando los aliados se dieron
cuenta de estas evacuaciones sembraron de minas desde el aire las
bahías de Lubeck y de Kiel, para evitar que continuaran.
Tropas alemanas que
lograron arrebatar algunas aldeas a los soviéticos, presenciaron
huellas horrendas y escucharon de los supervivientes relatos que
encendían inaudita desesperación. Aquello contrastaba
sarcásticamente con el respeto que el Ejército Alemán había
tenido para la población civil en las zonas ocupadas. Un respeto que
se mantuvo inalterable incluso ejecutando a los esporádicos
infractores.
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