Leopoldo Lugones
La Guerra
Gaucha (1905)
Muito diferente
de Las Fuerzas Extrañas, que li recentemente, La Guerra
Gaucha foi o primeiro livro de prosa de Leopoldo Lugones. Passado
entre 1814 e 1818, nas regiões do Alto Peru e Salta, tem por tema a
Guerra de Independência Hispano-americana, acompanhando as
peripécias dos guerrilheiros gaúchos que combateram as tropas
realistas. Sem datas, nomes ou lugares, que implicariam algum rigor
factual, os contos versam situações ficcionadas e adaptações
livres de relatos dispersos, como forma de homenagem a esses
combatentes. Cada capítulo contém um conto completo, sem outra
continuidade entre si além do tema geral, em que as descrições dos
grandes espaços e da opulência da natureza têm uma importância
capital. O último conto, Güemes – que remete para Martín
Miguel de Güemes, um importante chefe militar argentino dessa guerra
– fazendo o balanço agridoce no momento da vitória, passados já
os arrebatamentos heróicos e prenunciando-se as cedências e as
concessões aos pequenos interesses na nação recém-criada.
Assinale-se ainda
a dificuldade do vocabulário, bem mais que “um ou outro nome
indígena, ou neologismo crioulo, ou verbo formado por mim à falta
de vocábulo específico”, pelos quais o autor pede a compreensão
do leitor na introdução, e me obrigaram a uma constante consulta de
dicionários.
El
tercer día, al caer la tarde, las sospechas arreciaron. Ensotábanse
con toda evidencia entre ensenadas inextricables, fuera de todo cauce
ya, bajo el silencio casi fúnebre de la selva inundada. Solamente un
pájaro de trino melancólico gorjeaba a intervalos irregulares, allá
lejos en la fronda negra. El agua, al empuje de los remos, burbujeaba
con murmullo triste; mangas de mosquitos acaloraban la sangre hasta
el furor, y un vaho de ahilada tibieza, contaminando fiebres con su
desabor de hongo, maceraba las carnes en una flaccidez de
putrefacción. Así vino la noche y así fondearon, reprimiendo
apenas torvas intenciones, como sepultados por la temerosa enormidad
del bosque que la noche espesaba y la parálisis tórrida del
ambiente; cuidadosos de no mostrarse miedo bajo la respectiva capa de
impasibilidad salvaje y de castellana altivez, en una roedora tensión
de nervios y de voluntades.
Mas,
de allí a poco, el cacique, interpelado decididamente, condescendió
por primera vez a una respuesta. Sí, desviaban un poco el rumbo, mas
para vadear cuanto antes las aguas aprovechando su mismo desborde.
Conservaban la buena dirección, y al otro día, temprano aún,
tocarían cerca del real patriota. Dicho esto revistó con una mirada
a sus hombres, acurrucose en el fondo de su canoa y se durmió.
Su
ejemplo no influyó, a pesar de la seguridad relativa que dimanaba de
su discurso; y pasaron la noche en vela, si bien forzados no poco por
los vampiros cuyo vuelo rozaba sus cabezas desflocándose en
espeluznante vellosidad.
El
día amaneció serenísimo, coloreándose fogosamente de aurora.
Puestos al remo los indios, el cacique reiteró sus seguridades con
sonrisas de vaga ambigüedad, cuyo efecto retratábase
instantáneamente en el rostro de sus compañeros que redoblaban el
empuje. Semejantes signos auguraban al parecer el prometido fin, y
una vislumbre de alegría flotó sobre la fosca lividez de los
navegantes.
Reviviendo
pesadamente el fresco del alba, sus ojos escaldados de insomnio
contemplaron en silencioso estupor la imponente pompa del amanecer
sobre las aguas.
Ensanchábase
la selva hasta el horizonte en una especie de golfo salvajemente
solitario, que confinaban arboledas lúgubres en su impenetrabilidad.
Ni una arruga disgregaba su cristal sombrío, sobre el cual erguíase
único, acentuando la tristeza del paisaje, el ampo de una garza. La
superficie, en tersura de lastra especular, azogábase con una
interna coloración de teja fundida, exaltada a púrpura de mortecina
escoria, que luego se clarificaba en cárdeno gris. Culminó al
oriente un banco de niebla lóbrega, franjeado por una orla rojiza
que herrumbraba con su reflejo las aguas del confín. El cielo se
inflamó hasta el cénit en una traslucidez de cereza. Sobre la
estela de la almadía cabrillearon las aguas de un oleoso muaré;
empañó un vago lila la transparencia oscura del pantano, y
bruscamente el sol emergió entero, carminando la bruma en una
humareda rosa de fuego de Bengala.
En
ese momento, el pájaro de la tarde anterior gorjeó otra vez; pero
no ya en el ramaje, sino en la canoa misma; y al trino semejante con
que le respondieron de la arboleda, antes que la certeza de la
traición se coordinase con acto alguno de los realistas, una nube de
dardos partió del bosque. Y sobre los árboles unos, otros al pie
con el agua a la cintura, brotaron guerreros en clamoroso enjambre.
Pintarrajeados en guerra, enflechaban sus arcos o revoleaban sus
cachiporras, pirueteando y riendo con carcajadas crueles que el
cristal cuarzoso de los bezotes deformaba en brillos siniestros,
mientras llovían sin tregua sobre las víctimas los casquillos
emponzoñados.
Li
anteriormente:
Las
Fuerzas Extrañas (1906)