Leopoldo Alas "Clarín"
La Regenta (1885)
Leopoldo Alas "Clarín" é um
nome importante do naturalismo/realismo espanhol e La Regenta,
escrito quanto o autor pouco passava dos 30 anos de idade, é
considerada a sua obra-prima. Com pelo menos uma edição em
português, sob o título A Corregedora, este extenso romance
não entusiasmou a crítica literária do seu tempo, actividade a que
o autor também se dedicava (e em razão disso mesmo); Leopoldo Alas,
no entanto, tinha a perfeita consciência do valor desta obra e
orgulhava-se dela.
Passado numa pequena cidade de
província, a fictícia Vetusta (inspirada em Oviedo), entre uma
aristocracia decadente e um clero em perda, La Regenta conta a
história de Ana Ozores, uma mulher a caminho dos 30 anos, de uma
beleza extraordinária, inteligente e idealista mas com um
temperamento algo bipolar. Casada por conveniência dez anos antes
com Víctor Quintanar, ex-regedor, com o dobro da idade dela, sem
filhos, e com a atenção do marido voltada para a caça, para a
poesia e para o teatro, Ana procura refúgio na religião como uma
muralha para a sua virtude. Essa virtude ostensiva é a inveja das
suas amigas, que apostadas em provar que Ana é “como todas”,
encaminham-na para Álvaro de Mesía, um homem maduro que “acreditava
ser político mas era um sedutor por ofício”; por capricho, Álvaro
propõe-se seduzir Ana. Opondo-se a este plano, evidente aos olhos de
todos excepto aos de Víctor Quintanar, está Fermín de Pas, um
clérigo que é o braço direito do bispo, cuja imensa ambição de
poder cria numerosos inimigos. Fermín de Pas, o confessor de Ana
Ozores, parece ganhar a batalha durante grande parte do livro, mas no
fim Álvaro leva a melhor, o que enfurece Fermín, sentindo-se traído
como se tivesse sobre Ana um verdadeiro direito de posse.
E nisto se passam três anos, 30
capítulos e 800 páginas. A profundidade psicológica das
personagens — não apenas das personagens principais, mas também
de várias outras entre uma trintena de personagens secundárias —,
tal como um refinado sentido de humor que ridiculariza a hipocrisia e
a falsa religiosidade, são os pontos fortes deste romance.
En efecto, era Ronzal.
Pepe Ronzal —alias Trabuco, no se sabe por qué— era natural de
Pernueces, una aldea de la provincia. Hijo de un ganadero rico, pudo
hacer sus estudios, que ya se verá qué estudios fueron, en la
capital. Aficionado al monte, como Vinculete al tresillo, desde la
adolescencia, ni durante las vacaciones quería volver a Pernueces,
ganoso de no perder ni unas judías. No pudo concluir la carrera. No
bastó la tradicional benevolencia de los profesores para que Trabuco
consiguiera hacerse licenciado en ambos derechos.
Una vez le preguntaron en
un examen:
—¿Qué es un
testamento, hijo mío?
—Testamento... ello
mismo lo dice, es el que hacen los difuntos.
Además de Trabuco le
llamaban el Estudiante, por una antonomasia irónica que él no
comprendía.
Pasó el tiempo; murió el
ganadero, Pepe Ronzal dejó de ser el Estudiante, vendió tierras, se
trasladó a la capital y empezó a ser hombre político, no se sabe a
punto fijo cómo ni por qué.
Ello fue que de una mesa
de colegio electoral pasó a ser del Ayuntamiento, y de concejal pasó
a diputado provincial por Pernueces. Si nunca pudo sacudir de sí la
prístina ignorancia, en el andar, y en el vestir y hasta en el
saludar, fue consiguiendo paulatinos progresos, y se necesitaba ser
un poco antiguo en Vetusta para recordar todo lo agreste que aquel
hombre había sido. Desde el año de la Restauración en adelante
pasaba ya Ronzal por hombre de iniciativa, afortunado en amores de
cierto género y en negocios de quintas. Era muy decidido partidario
de las instituciones vigentes. Se peinaba por el modelo de los sellos
y las pesetas, y en cuanto al calzado lo usaba fortísimo, blindado.
Creía que esto le daba cierto aspecto de noble inglés.
—«Yo soy muy inglés en
todas mis cosas —decía con énfasis— sobre todo en las botas».
«Militaba» en el
partido más reaccionario de los que turnaban en el poder.
—«Dadme un pueblo
sajón, decía, y seré liberal».
Más adelante fue liberal
sin que le dieran el pueblo sajón, sino otra cosa que no pertenece a
esta historia.
Era alto, grueso y no mal
formado; tenía la cabeza pequeña, redonda y la frente estrecha;
ojos montaraces, sin expresión, asustados, que no movía siempre que
quería, sino cuando podía. Hablar con Ronzal, verle a él animado,
decidor, disparatando con gran energía y entusiasmo, y notar que sus
ojos no se movían, ni expresaban nada de aquello, sino que miraban
fijos con el pasmo y la desconfianza de los animales del monte, daba
escalofríos.
Era de buen color moreno y
tenía la pierna muy bien formada. En lo que se había adelantado a
su tiempo era en los pantalones, porque los traía muy cortos.
Siempre llevaba guantes, hiciera calor o frío, fuesen oportunos o
no. Para él siempre había el guante sido el distintivo de la
finura, como decía, del señorío, según decía también. Además,
le sudaban las manos.
Aborrecía lo que olía a
plebe. Los republicanitos tenían en él un enemigo
formidable. Un día de San Francisco no puso colgaduras en los
balcones del Casino el conserje. Ronzal, que era ya de la Junta,
quiso arrojar por uno de aquellos balcones al mísero dependiente.
—¡Señor —gritaba el
conserje— si hoy es San Francisco de Paula!
—¿Qué importa, animal?
—respondió Trabuco furioso—. ¡No hay Paula que valga: en siendo
San Francisco es día de gala y se cuelga!
Así entendía él que
servía a las Instituciones.
Con rasgos como este fue
haciéndose respetar poco a poco.
Lo que es cara a cara ya
nadie se reía de él. No le faltó perspicacia para comprender que
el mundo daba mucho a las apariencias, y que en el Casino pasaban por
más sabios los que gritaban más, eran más tercos y leían más
periódicos del día. Y se dijo:
«Esto de la sabiduría es
un complemento necesario. Seré sabio. Afortunadamente tengo energía
—tenía muy buenos puños— y a testarudo nadie me gana, y
disfruto de un pulmón como un manolito (monolito, por supuesto.) Sin
más que esto y leer La Correspondencia seré el Hipócrates
de la provincia».
Hipócrates era el maestro
de Platón, maestro al cual nunca llamó Sócrates Trabuco, ni le
hacía falta.
Desde entonces leyó
periódicos y novelas de Pigault-Lebrun y Paul de Kock, únicos
libros que podía mirar sin dormirse acto continuo. Oía con atención
las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo
procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima.
Si los argumentos del
contrario le apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el
Cristo, porque era un rotin, y blandiéndolo gritaba:
—¡Y conste que yo
sostendré esto en todos los terrenos! ¡en todos los terrenos!
Y repetía lo de terreno
cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el
garrote y se diera por vencido.
Comprendía que allí las
discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas
remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto más
lejos estaba el país cuyos intereses se discutían, más le
convenía. En tal caso el peligro estaba en los lapsus
geográficos. Solía confundir los países con los generales que
mandaban los ejércitos invasores. En cierta desgraciada polémica
hubo de venir a las manos con el capitán Bedoya que le negaba la
existencia del general Sebastopol.
También creyó que su
fama de hombre de talento se afianzaría probando sus fuerzas en el
ajedrez y aplicó a este juego mucha energía. Una tarde que jugaba
en presencia de varios socios y llevaba perdidas muchas piezas, vio
su salvación en convertir en reina un peoncillo.
—¡Este va a reina!
—exclamó clavando con los suyos los ojos del adversario.
—No puede ser.
—¿Cómo que no puede
ser?
Y el contrario, por
instinto, retiró una pieza que estorbaba el paso del peón que debía
ir a reina.
—A reina va, y lo hago
cuestión personal —añadió envalentonado Trabuco, dándose un
puñetazo en el pecho.
Y el contrario, sin
querer, le dejó otra casilla libre.
Y así, de una en otra,
jugándose la vida en todas ellas, convirtió el peón en reina, y
ganó el juego el enérgico diputado provincial de Pernueces.
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