Thomas Mann
Los Buddenbrook (1901)
Tendo em conta o subtítulo da obra,
Decadência de uma família, desde as primeiras páginas de Os
Buddenbrook, sabemos para onde se dirigirá a história. Prendem
a atenção as descrições da opulência burguesa da casa, que por
sua vez tinha sido comprada a um comerciante arruinado, porque
sabemos que existe um destino marcado e aqueles sinais de riqueza
serão um dia dissipados.
Com uma narrativa que atravessa 40 anos
e quatro gerações de uma família de comerciantes da alta burguesia
alemã, em pleno séc. XIX, o livro centra-se sobretudo em duas
personagens, Thomas Buddenbrook e sua irmã Antonie (ou Tony), com
temperamentos muito diferentes, que têm uma forte noção do peso do
nome familiar e tentam, de forma voluntariosa mas sem grandes
resultados práticos, transmitir e melhorar o legado às gerações
futuras. Assim, quase sempre por manifesta infelicidade, Thomas
Buddenbrook não só não conseguirá conservar o grosso do seu
património como, à aproximação do final da vida, tem a percepção
que o filho, doente e sem outro interesse para além da música, será
incapaz de dar continuidade à firma.
Los Buddenbrook, nesta edição
em espanhol com tradução de Isabel García Adánez, foi o primeiro
romance de grande fôlego do escritor, editado quando ele tinha 25
anos; Thomas Mann parece-me um autor mais interessante nas obras
extensas (A Montanha Mágica, Doutor Fausto) do que nas
novelas curtas e este livro confirma a minha opinião.
Cuando llegaron al «templo
del mar» ya comenzaba a caer la tarde; el otoño estaba bastante
avanzado. Permanecieron de pie en una de las habitaciones que se
abrían a la bahía, en las que olía a madera, igual que en las
casetas de la casa de baños, y cuyas toscas paredes estaban llenas
de inscripciones, iniciales, corazones y versos. Uno junto al otro,
contemplaron la pendiente cubierta de musgo verde que bajaba hasta la
playa y la estrecha y pedregosa franja de arena que se extendía a lo
largo del mar, revuelto y turbio.
—¡Qué olas tan
grandes...! —dijo Thomas Buddenbrook—. ¡Cómo vienen y rompen,
vienen y rompen, una tras otra, sin fin, sin sentido, tristes y
erráticas! Y, sin embargo, nos tranquilizan y nos consuelan como
sólo lo hace lo más sencillo y necesario. He llegado a amar el mar
cada vez más... Quizás en otra época me atrajeran más las
montañas, porque estaban lejos de aquí. Ahora ya no querría ir por
nada del mundo. Creo que sentiría miedo y vergüenza. Allí es todo
demasiado azaroso, demasiado irregular, demasiado diverso...; sin
duda, me sentiría demasiado inferior. ¿Qué tipo de personas son
las que prefieren la monotonía del mar? Yo creo que son las que han
pasado mucho tiempo observando su laberinto interior con demasiada
profundidad, de modo que lo único que buscan, al menos en el
exterior que les rodea, es una cosa: uniformidad... Hay una primera
diferencia, menor: en las montañas, uno va trepando y subiendo,
mientras que, junto al mar, uno permanece quieto, descansando en la
arena. Sin embargo, conozco la mirada con la que se rinden honores a
lo uno y a lo otro. Los ojos que vuelan de cumbre en cumbre son ojos
seguros, rebeldes, felices, llenos de ganas de vivir, de firmeza y
valor para enfrentarse a lo que se ponga por delante; en cambio, ante
la inmensidad del mar que mece sus olas con este fatalismo místico e
hipnótico, hay una mirada nublada, consciente y sin esperanza que
alguna vez vislumbró las profundidades del triste caos de la
existencia... Salud o enfermedad: ahí está la diferencia
importante. Uno escala con arrojo la maravillosa diversidad de
aquellos parajes llenos de aristas, cumbres y precipicios para poner
a prueba su fuerza vital cuando todavía no se ha consumido nada de
ella. Pero prefiere descansar en la infinita uniformidad del mundo
exterior cuando está cansado de la absurda maraña del interior.
La señora Permaneder,
intimidada e incómodamente conmovida, guardó silencio; calló como
calla la gente sencilla cuando, en medio de una conversación de
sociedad, alguien dice muy serio una gran verdad. «¡Esas cosas no
se dicen!», pensó, mirando con firmeza hacia la lejanía del
horizonte para no encontrarse con los ojos de su hermano. Y, como si
le pidiera disculpas por no poder evitar avergonzarse de él en aquel
silencio, le cogió un brazo para rodearlo con los suyos.
Li anteriormente:
O Cisne Negro
(1954)
Tônio Kroeger
(1903)
A Morte em Veneza (1912)
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