11 de maio de 2024

Mis Andanzas en México


Léon Degrelle
Mis Andanzas en México (1933)

O jovem Léon Degrelle trabalhava para uma pequena editorial católica denominada Christus Rex, na qual se publicava um jornal com o mesmo nome. Foi como correspondente desse jornal que se deslocou ao México, nos finais de 1929, para fazer a reportagem da Guerra Cristera, uma guerra civil que se tinha prolongado por três anos, travada entre as milícias católicas e o governo marxista mexicano, apoiado pelos Estados Unidos. Na raiz do conflito estava constituição de 1917, tingida de anticlericalismo revolucionário, agravada pela designada Lei Calles, de 1926, que havia imposto severas restrições ao culto católico, acabando por desembocar numa perseguição sem precedentes que fez entre 25 a 30 mil vítimas entre os ‘cristeros’. Da experiência mexicana fez Degrelle a rampa de lançamento do jornal Rex, em 1932, e logo do partido com o mesmo nome, corporativista e católico, que teve alguma projecção durante a década de 30.
Contudo, Mis Andanzas en México é, na sua brevidade, muito mais que a Guerra Cristera, à qual só dedica praticamente um capítulo. Descreve as três semanas da viagem marítima de Hamburgo a Veracruz, com escala em La Habana, a sua passagem pela Cidade do México e por outras localidades onde se deram episódios importantes da guerra civil; anota as impressões dos dias domingueiros e o colorido exótico de uma tourada, concluindo com a travessia ferroviária do deserto que o levaria à fronteira dos Estados Unidos, em Juárez, onde foi tomado por imigrante ilegal.

El gran deporte para mí consistía en introducirme en los salones donde festejaban a las mujeres y a las hijas de los jefes revolucionarios. Allí me las arreglaba para pisar el menor número posible de pies y para adular a los ceporros con cortesías maravillosas, o a la oreja de cada viejo general, ataviado como un caballo de labor apreciado, y también a la de alguna tórtola de nariz respingona murmurándole mientras la miraba fijamente: «Usted es adorable, vuestros brazos tienen la dulzura de la leche de burra, vuestra figura es flexible como una cola de leopardo (¿tiene cola el leopardo?)». Los cumplimientos, surten efecto con las mujeres. Ellas me encontraban inteligente, puesto que yo las encontraba hermosas. Y me invitaban entonces a almuerzos y recepciones, donde me eran presentados el marido o el padre. Llegué a recibir incluso de una pariente del Presidente de la República una foto dedicada que ¡haría derretirse en lágrimas a un prior o a un profesor universitario!
Se me dirá: esto no es muy elegante. Estoy de acuerdo. Pero lo tenía que hacer con esas bestias sin nombre, responsables de la matanza, en tan sólo dos años, de doce mil católicos que tenían mi Fe y cuya vida era para mí tan querida como la propia. Las mujeres y las hijas de sus verdugos tenían esta sangre manchando sus toallas y sobre sus dedos repletos de diamantes. Yo les engañe. De acuerdo. Pero era que los despreciaba. Y la mejor forma de desprecio es la de sacar partido de quienes se detesta. No tenía en realidad que andar con rodeos para aprovecharme de unos asesinos que no valían la soga con la cual, con gran alegría, yo les hubiese colgado... Era preciso contenerme, sufriendo con ello, para permanecer impasible frente a estos animales. Mirando la jeta de fiera del presidente Calles, o recorriendo las haciendas principescas de Morones, me acordaba de los millares de mártires asesinados con tormentos atroces, despellejados vivos, atados en la parte de atrás de camiones mientras eran arrastrados; rociados de gasolina, para después prenderles fuego; ahorcados en los caminos, o expuestos, acribillados de heridas, bajo las mordeduras del tórrido sol y de los mosquitos... Volvía a mi vista esta tragedia horrorosa, con esos muchachos asesinados, o esas mujeres ahorcadas, como si fueran tordos, en los árboles del Estado de Colima, o imaginando las líneas telefónicas con racimos de católicos balanceándose a diez metros de altura...Toda la epopeya de un pueblo mártir me acompañaba: treinta mil jóvenes, campesinos, obreros, estudiantes, resistiendo, con el fusil en sus manos, a los persecutores socialistas, después de haber agotado todos los medios legales de resistencia; cuatro mil muchachas aseguraban el abastecimiento de las municiones, con riesgo de sevicias abominables, seguidas de deportaciones a las «Islas Marías» al borde del Océano Pacífico. Estos eran los mártires y los héroes que yo veía cuando hablaba con los tiranos rojos de México.
Ellos estaban manchados por todos estos crímenes. Lo estaban también por sus robos, sus rapiñas, sus orgías.
En este país arruinado, en el que ya no había ni siquiera posibilidad de cobijar a seiscientos leprosos, en el que tres millones de habitantes habían huido para escapar de la hambruna, los jefes revolucionarios, que habían llegado al poder sin un solo «peso», ostentaban una riqueza escandalosa.
La hacienda del ministro Morones, en Talpam, tenía castillo, jardines, canales, teatro, cuadras repletas de caballos soberbios, sin contar las piscinas donde, durante las bacanales de los fines de semana, las mujeres reclutadas en los teatros de los suburbios realizaban sus abluciones bajo los focos convergentes de faros multicolores.
La hacienda del presidente Calles, donde fui en Navidad, situada entre la ciudad de México y Puebla, era, muy probablemente, la más bella del país. Una carretera magnífica, cuyo trazado fue estudiado por el propio Calles, la unía con la capital: fue el país, entiéndase bien, quien la financió. Todos estos gerifaltes poseían grandes fincas. Tenían joyas como viejas mujeres ligeras. Automóviles de lujo. Abultadas cuentas corrientes bancarias. Parecía que en esto consistía la revolución. En todo caso, fue así como en México los jefes rojos me la han mostrado...


Li anteriormente:
Mi Camino de Santiago (2002)

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