Lev Tolstói
Resurrección (1899)
Ressurreição é o romance mais
abertamente ideológico de tudo quanto li, até agora, de Leon
Tolstoi. Narra a história de Dmitri Nejliudov, um proprietário da
classe alta que, nomeado jurado, reencontra no julgamento Katucha
Maslova, a antiga empregada de suas tias, acusada de furto e
homicídio. Dez anos antes Nejliudov tinha seduzido e engravidado a
jovem e sabia agora que a consequência do seu acto a tinha lançado
na prostituição. Maslova é injustamente condenada pelo tribunal, e
Nejliudov propõe-se acompanhá-la à Sibéria e casar com ela, para
deste modo tentar reparar o mal que lhe tinha feito.
Assim se cria o pretexto para uma
descrição pormenorizada do sistema penitenciário e o cepticismo
com que Tolstoi o encara, pelos olhos de Nejliudov, entretanto
auto-proposto a uma espécie de provedor do recluso, tentando
influenciar decisões em favor dos presidiários, aparentemente todos
injustiçados pelas decisões dos tribunais. E, pelo sistema penal,
Tolstoi estende a sua preocupação a toda a organização social,
bem como à questão da posse da terra — não se pode esquecer que,
nesta época, a Rússia ainda mantinha os servos da gleba —
inventariando as injustiças e o seu resultado, para no fim propor
uma renovação de natureza religiosa, com vista a aperfeiçoar a
sociedade. Algumas destas questões já assomavam em romances
anteriores, mas Ressurreição é uma verdadeira apologia de
um certo anarquismo, combinado com a sua interpretação pessoal do
cristianismo — o que lhe valeu a excomunhão da Igreja Ortodoxa
russa em 1901.
En aquel momento, Katucha
sabía ya que estaba encinta. Mientras había esperado volver a ver a
Nejludov, el pensamiento del niño que iba a nacer, lejos de
apenarla, la ponía por el contrario contenta y la enternecían los
movimientos que a veces notaba en su vientre. Pero desde aquella
noche había cambiado, y el niño que iba a nacer no sería en lo
sucesivo más que un estorbo.
Sabiendo que Nejludov
debía pasar cerca de su casa, las dos ancianas tías le habían
rogado que se detuviese con ellas; pero él había telegrafiado que
no podría hacerlo, pues tenía la obligación de llegar cuanto antes
a San Petersburgo. Katucha formó entonces el proyecto de ir a la
estación para verlo pasar.
El tren la atravesaba de
noche, a las dos de la madrugada. Después de haber ayudado a las
señoritas a acostarse, Katucha se calzó una botas altas, se cubrió
la cabeza con un pañuelo y partió en compañía de Machka, la
hijita de la cocinera.
La noche era negra y
helada. A intervalos, la lluvia caía en grandes gotas apretadas y se
interrumpía. A través de los campos no se podía distinguir el
sendero a dos pasos, y en el bosque había la misma oscuridad que en
un sótano. Katucha, aun conociendo muy bien el camino, estuvo a
punto de extraviarse y llegó a la estación, donde el tren no se
detenía más que tres minutos, cuando ya habían dado el segundo
toque de campana. Corrió al andén y reconoció inmediatamente,
en un coche de primera clase, a Nejludov sentado junto a la ventana.
El vagón estaba vivamente alumbrado. Sentados frente a frente en las
butacas de terciopelo, dos oficiales jugaban a las cartas. Sobre la
mesita estaban encendidas dos grandes bujías; y Nejludov, con
pantalón bombacho y en mangas de camisa, se mantenía apoyado sobre
el brazo en el respaldo de un sillón y reía.
En cuanto lo vio, ella,
con sus dedos entumecidos, golpeó en el cristal. Pero, en el mismo
instante, se dejó oír la señal de partida; el tren se movió
lentamente y los vagones empezaron a desfilar con topetazos
sucesivos.
Uno de los jugadores se
levantó, con las cartas en la mano, y miró por el cristal. Ella
golpeó de nuevo y acercó su rostro a la ventanilla. Pero, en aquel
momento, el vagón junto al cual se encontraba se puso en movimiento
y ella se dedicó a seguirlo, los ojos siempre fijos en la
ventanilla. Habiendo intentado el oficial bajar el cristal sin
conseguirlo, Nejludov se levantó a su vez, apartó a su camarada y
empezó a bajar el cristal. El tren, entonces, aceleró su velocidad,
y Katucha tuvo que apretar el paso. Las ruedas giraban más
rápidamente aún cuando, estando ya el cristal completamente bajado,
el revisor apartó a la joven y saltó al vagón. Ella echó a correr
sobre las mojadas losas del andén, llegó hasta el final y estuvo a
punto de caerse en los escalones que enlazaban el andén con el
suelo. Siguió corriendo cuando ya estaba lejos el coche de primera
clase. Los de segunda, y luego, más rápidamente, los vagones de
tercera clase, pasaron ante la muchacha sin que ésta interrumpiese
su carrera; por fin, el último vagón se alejó, con sus farolillos
rojos, y Katucha sobrepasó el depósito de agua. El viento, que, en
aquel lugar, no encontraba ya obstáculos, le arrancó el pañuelo de
la cabeza y le pegó las faldas a las piernas. Aun habiéndosele
volado el pañuelo, Katucha seguía corriendo.
—¡Tita Mijailovna! —le
gritó la niña, que tenía dificultad para seguirla—. Se le ha
caído el pañuelo.
Katucha se detuvo, se
cogió con las dos manos la cabeza echada hacia atrás y estalló en
sollozos.
—¡Se ha ido! —exclamó.
Li
anteriormente:
O Diabo e Outras
Histórias (1889)
A Morte de Ivan
Ilitch (1886)
Guerra e Paz
(1869)
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