21 de xullo de 2019

La Decadencia de Occidente

Oswald Spengler
La Decadencia de Occidente (1918-1923)

O primeiro volume de A Decadência do Ocidente, subintitulado Forma e Realidade, foi publicado em 1918. Aquando da publicação do segundo, Perspectivas da História Mundial, em 1923, o primeiro tomo, que tinha conhecido um sucesso assinalável, fora alvo de uma revisão, e a obra ganhou a sua forma definitiva. O impacto do livro despertou inveja e desdém em muitos historiadores e catedráticos contemporâneos, pois a popularidade da obra devia muito ao facto das suas ideias fundamentais não serem difíceis de explicar nem compreender, fora dos esquemas rígidos dos “historiadores científicos”, dando uma chave não só para a interpretação da História como para a previsão do seu rumo futuro. Para os críticos desta sua Filosofia da História, Spengler só tinha uma resposta: abram os olhos, vejam o que se passa em redor.
As ideias fundamentais que atravessam esta obra não são de Spengler, e eram difusamente apercebidas na época; as referências do autor são Goethe e Nietzsche, e afirma ter dado uma visão panorâmica do que neles aparecia como uma perspectiva fugaz. A novidade de A Decadência do Ocidente está contida em três grandes linhas suportadas pelo método comparativo: a visão cíclica da História, por oposição à habitual visão linear do progresso ilimitado; o conceito de “símbolo máximo” que domina cada uma das grandes culturas inscritas nestes ciclos e que determina as artes, as ciências, a tecnologia, a política e a religião; e, por fim, a noção da Alta Cultura como um organismo vivo, que nasce, desenvolve-se, floresce, e depois degenera e morre. Acresce a isto – e foi sobretudo neste ponto que se gerou a polémica – o enquadramento da contemporaneidade na fase final do ciclo histórico. Porém, longe de defender um posicionamento fatalista ou de resignação que alguns lhe quiseram atribuir, Spengler considerava que os seus contemporâneos deviam aproveitar as enormes oportunidades que ainda estavam disponíveis.
A Decadência do Ocidente, com as suas 1300 páginas, é um livro marcante, passível de alterar a forma como olhamos o mundo. Tematicamente, é muito mais abrangente do que o título deixa supor (o subtítulo é mais elucidativo: Esboço de uma Morfologia da História Universal). Esta versão espanhola foi traduzida do alemão por Manuel García Morente e tem um prólogo de José Ortega y Gasset.

El coloso pétreo de la ciudad mundial señala el término del ciclo vital de toda gran cultura. El hombre culto, cuya alma plasmó antaño el campo, cae prisionero de su propia creación, la ciudad, y se convierte entonces en su criatura, en su órgano ejecutor y finalmente en su víctima. Esa masa de piedra es la ciudad absoluta. Su imagen, tal como se dibuja con grandiosa belleza en el mundo luminoso de los ojos humanos, su imagen contiene todo el simbolismo sublime de la muerte, de lo definitivamente «pretérito». La piedra perespiritualizada de los edificios góticos ha llegado a convertirse, en el curso de una historia estilística de mil años, en el material inánime de este demoníaco desierto de adoquines.
Estas últimas ciudades son todo espíritu. Las casas no son ya —como eran todavía las casas jónicas y barrocas— las descendientes de la vieja casa aldeana, célula primaria de la cultura. Ya ni siquiera son casas en donde Vesta y Jano, los Penates y los Lares tengan santuarios; son viviendas que ha creado no la sangre, sino la finalidad, no el sentimiento, sino el espíritu del negocio. Mientras el hogar, en sentido piadoso, constituye el verdadero centro de una familia, es que aun sigue viva la última relación con el campo. Pero cuando esta relación se rompe, cuando la masa de los inquilinos y huéspedes surcan ese mar de casas errando de refugio en refugio, como los cazadores y pastores de las épocas primitivas, entonces ya está perfectamente formado el tipo del nómada intelectual. La ciudad es un mundo, es el mundo. Sólo como conjunto le sobreviene el sentido de habitación humana. Las casas son los átomos que componen ese cosmos.
Ahora las viejas ciudades adultas, con su núcleo gótico compuesto de la catedral, el ayuntamiento y las callejas de empinados tejadillos, alrededor de cuyas torres y puertas pusiera el barroco un cerquillo de espirituales y claras casas patricias, palacios e iglesias espaciosas; ahora las viejas ciudades comienzan a prolongarse en todas las direcciones con masas informes, cuarteles de alquiler y construcciones útiles que van invadiendo el campo desierto. Ábrense calles, derríbanse edificios, destruyese en suma el rostro noble y digno de los antiguos tiempos. El que desde lo alto de una torre contempla ese mar de casas reconocerá al punto en esa historia petrificada el instante en que, acabado el crecimiento orgánico, comienza el amontonamiento inorgánico que, sin sujetarse a límites, rebasa todo horizonte. Ahora surgen los productos artificiales matemáticos, ajenos por completo a la vida del campo; esos engendros, hijos de un finalismo intelectual; esas ciudades de los arquitectos municipales, que en todas las civilizaciones reproducen la forma del tablero de ajedrez, símbolo típico de la falta de alma. Herodoto contempla admirado en Babilonia esos cuadrados regulares. Los españoles los ven también en Tenochtitlán. En el mundo antiguo comienza la serie de las ciudades «abstractas» con Thurioi, que «diseñó» en 441 Hippodamos de Mileto. Siguen a ésta Priene, donde el tipo cuadrático ignora la movilidad de la superficie; Rodas, Alejandría.
[...] El «sinequismo» que en los primeros tiempos de la antigüedad empujó hacia las ciudades a la población campesina y creó así el primer tipo de polis, se repite al final en forma absurda. Todas esas ciudades son exclusivamente City, ciudad interior. Este nuevo sinequismo crea el mundo de los pisos superiores, que es como nuestras actuales zonas de extrarradio. [...]
Pero ni la miseria, ni la fuerza, ni la clara percepción de la locura que lleva consigo este desarrollo son capaces de contener la fuerza atractiva de esos centros demoníacos. La rueda del destino ha de seguir corriendo hasta el término de la carrera. El nacimiento de la ciudad trae consigo su muerte. El principio y el fin, la casa aldeana y el bloque de viviendas son uno a otro como el alma a la inteligencia, como la sangre a la piedra. Mas la palabra «tiempo» no en vano designa el hecho de la irreversibilidad. Siempre adelante. Nunca puede volverse atrás. Los aldeanos antaño dieron vida al mercado, a la ciudad rural y la alimentaron con su mejor sangre. Pero ahora la ciudad gigantesca chupa la sangre de la aldea, insaciablemente, pidiendo hombres y más hombres, tragándoselos, hasta que al fin muera en medio de los campos despoblados. Quien cae en las redes de la belleza pecadora de este último prodigio de la historia, no recobra nunca más su libertad. Los pueblos primitivos pueden desprenderse del suelo y emigrar a remotos países. El nómada intelectual no puede hacerlo ya. La patria para él es la ciudad. En la aldea más próxima siéntese como en el extranjero. Prefiere morir sobre el asfalto de las calles que regresar al campo. Y no lo liberta ni siquiera el asco de esa magnificencia, el hastío de tanta luz y tanto color, el taedium vitae que de muchos se apodera al fin. El hombre de la gran urbe lleva eternamente consigo la ciudad; la lleva cuando sale al mar; la lleva cuando sube a la montaña. Ha perdido el campo en su interior y ya no puede encontrarlo fuera.
[...]
En las ciudades mundiales es donde, junto a una minoría que tiene historia, que vive en sí la nación, que siente en si representada la nación y quiere dirigirla, se produce otra minoría de hombres literarios sin tiempo, sin historia, hombres de razones y causas, no del sino, hombres que, ajenos ya por dentro a la sangre y a la existencia, son pura conciencia vigilante, y no ven en el concepto de nación ningún contenido «racional». Y es la verdad que estos hombres ya no pertenecen a una nación. Todo «pueblo culto» es una corriente de existencia; pero el cosmopolitismo es mera asociación de «inteligencias». Hay en todo cosmopolitismo odio al sino y sobre todo a la historia como expresión del sino. Todo lo nacional es racial, hasta el punto de no encontrar lengua expresiva; y en todo lo que exige pensamiento manifiéstase inhábil y desamparado. El cosmopolitismo es literatura: fuerte en argumentos y muy débil cuando ha de defenderse no con argumentos, sino con la sangre.
Precisamente por eso, esta minoría espiritualmente superior combate con las armas del espíritu, porque las ciudades mundiales son puro espíritu, sin raíces, posesiones mostrencas del hombre civilizado. Los «ciudadanos del mundo», los entusiastas de la paz universal y unión de los pueblos —en la China de los imperios en lucha, como en la India budista, como en el helenismo y como en la actualidad son los directores espirituales del felahismo. ¡Panem et circenses! He aquí la otra fórmula del pacifismo. En la historia de todas las culturas ha habido siempre un elemento antinacional, aunque no tengamos noticia de él. El pensamiento puro, orientado hacia si mismo, ha sido siempre enemigo de la vida, y, por tanto, hostil a la historia, antiguerrero, sin raza. Recordad el humanismo y el clasicismo, los sofistas de Atenas, Buda y Laotsé. Y no hablemos del apasionado menosprecio que los grandes defensores de las cosmogonías sacerdotales y religiosas sintieron siempre hacia toda ambición nacional. Muy distintos, sin duda, son estos ejemplos entre si. Pero todos concuerdan en reprimir el sentimiento cósmico de la raza, el sentido político y, por tanto, nacional de los hechos —¡right or wrong, my country!— la decisión de ser sujeto y no objeto de la evolución histórica —pues no hay mas que esas dos actitudes posibles— en suma, la voluntad de poderío, substituyéndola por una propensión o tendencia, cuyos directores son muchas veces hombres sin instintos originarios y por lo mismo esclavos de la lógica, hombres que viven en un mundo de verdades, de ideales, de utopías, hombres librescos que creen poder reemplazar la realidad por la lógica, la fuerza de los hechos por una justicia abstracta, el sino por la razón. Esto empieza con los hombres del eterno miedo, los que se apartan de la realidad y se retiran a los claustros, a los cuartos de trabajo, a las comunidades espirituales y declaran que la historia universal es indiferente; y termina en toda cultura con los apóstoles de la paz universal. Cada pueblo en el curso de su historia llega a tal punto de decadencia.