Amosando publicacións coa etiqueta Leopoldo Alas "Clarín". Amosar todas as publicacións
Amosando publicacións coa etiqueta Leopoldo Alas "Clarín". Amosar todas as publicacións

8 de marzo de 2025

Pipá


Leopoldo Alas "Clarín"
Pipá (1886)

Leopoldo Alas publicou no seu tempo um punhado de novelas curtas e umas dezenas de contos, reunidos em livros como Pipá (1886), Cuentos Morales (1896) ou El Gallo de Sócrates (1901). Ao longo dos anos têm sido reeditados, com os alinhamentos originais, ou reagrupados de diferentes formas sob outros títulos. Pipá foi a primeira destas colecções; além da novela curta à qual deve o título, escrita em 1879, encontram-se oito contos, escritos entre 1882 e 1884.
O primeiro excerto abaixo citado pertence a Pipá, um conto de Carnaval quase como um conto de Natal, onde um pequeno maltrapilho, após algumas peripécias para se mascarar de defunto, acaba inesperadamente por ser recebido na casa de uma marquesa, para satisfazer a curiosidade e capricho da sua filhinha; assim acede a um mundo de abundância e luxo para além da sua imaginação. Porém, rapidamente se recorda dos seus amigos, e foge da mansão para se lhes reunir numa taberna, onde se embriaga ao ponto de não ter consciência do incêndio que ali deflagra e lhe retira a vida. O segundo excerto é de Bustamante, a história de um provinciano, autor de charadas e logogrifos publicados em jornais, que decide ir a Madrid para se encontrar com um deputado. Em vez disso, cai no meio de um grupo de estudantes boémios, para cujo jornal tinha colaborado, e, sem saber exactamente como se comportar na sociedade da capital, vê-se arrastado num carrossel de eventos que não consegue descodificar. Poder-se-ia destacar também Zurita, que encerra o livro, onde os dilemas filosóficos atormentam comicamente o personagem principal. Todos os contos, no entanto, são dignos de nota, percorridos pela ironia e um refinado sentido de humor.

Pipá era maniqueo. Creía en un diablo todopoderoso, que había llenado la ciudad de dolores, de castigos, de persecuciones; el mundo era de la fuerza, y la fuerza era mala enemiga: aquel dios o diablo unas veces se vestía de polizonte, y en las noches frías, húmedas, oscuras, aparecíasele a Pipá envuelto en ancho capote con negra capucha, cruzado de brazos, y alargaba un pie descomunal y le hería sin piedad, arrojándole del quicio de una puerta, del medio de la acera, de los soportales o de cualquier otro refugio al aire libre de los que la casualidad le daba al pillete por guarida de una noche. Otras veces el dios malo era su padre que volvía a casa borracho, su padre, cuyas caricias aún recordaba Pipá, porque cuando era él muy niño algunas le había hecho: cuando venía con la mona venía en rigor con el diablo; la mona era el diablo, era el dolor que hacía reír a los demás, y a Pipá y a su madre llorar y sufrir palizas, hambres, terrores, noches de insomnio, de escándalo y discordia. Otras veces el diablo era la bruja que se sienta a la puerta de la iglesia, y el sacristán que le arrojaba del templo, y el pillastre de más edad y más fuertes puños que sin motivo ni pretexto de razón le maltrataba; era el dios malo también el mancebo de la botica que para curarle al mísero pilluelo dolores de muelas, sin piedad le daba a beber un agua que le arrancaba las entrañas con el asco que le producía; era el demonio fuerte, en forma más cruda, pero menos odiosa, el terrible frío de las noches sin cama, el hambre de tantos días, la lluvia y la nieve; y era la forma más repugnante, más odiada de aquel espíritu del mal invencible, la sórdida miseria que se le pegaba al cuerpo, los parásitos de sus andrajos, las ratas del desván que era su casa; y por último, la burla, el desprecio, la indiferencia universal, especie de ambiente en que Pipá se movía, parecíanle leyes del mundo, naturales obstáculos de la ambición legítima del poder vivir. Todos sus conciudadanos maltrataban a Pipá siempre que podían, cada cual a su modo, según su carácter y sus facultades; pero todos indefectiblemente, como obedeciendo a una ley, como inspirados por el gran poder enemigo, incógnito, al cual Pipá ni daba un nombre siquiera, pero en el que sin cesar pensaba, figurándoselo en todas estas formas, y tan real como el dolor que de tantas maneras le hacía sentir un día y otro día.
[...]
Aquello de empezar por decididamente se le antojaba a Merengueda un recurso del mejor gusto, porque parecía como que se seguía hablando... de lo que no se había hablado todavía.
A estas y otras tonterías del satírico, que debía vender dátiles, las llamaban sus admiradores «sencillez, naturalidad, facilidad».
—¡Qué fácil es el estilo de Merengueda!—decían.
Y sí era fácil, ¡como que así puede escribir cualquiera! Las ideas del redactor en jefe (pero sin subordinados) de El Bisturí corrían parejas con su estilo. Pensaba a la moda, y con la misma desfachatez y superficialidad con que escribía. Era materialista, o mejor positivista... Que no se le hablase a él de metafísica; la metafísica había hecho su tiempo, decía con un horroroso galicismo.
Había otro redactor de El Bisturí que se pintaba solo para criticar a todos los autores y artistas del mundo.
Era el primer envidioso de España, y en su consecuencia se le hizo crítico del periódico. Lo mismo hablaba y escribía de teatros, que de novelas, de poesía lírica, de historia, de filosofía, de legislación, de pinturas, de música, de arquitectura y diablos coronados.
Se llamaba Blindado y lo estaba contra todos los ataques de la vergüenza que no conocía. Hablaba en el Ateneo, donde se reía de Moisés y de Krause. Para censurar un libro que tratase materia desconocida para él (cualquier materia), comenzaba por enterarse de la ciencia respectiva por el mismo libro, y después de deberle todos sus conocimientos sobre el asunto, insultaba al autor, en nombre de la ciencia misma y le daba unas cuantas lecciones aprendidas en su libro. Si el caso era criticar un cuadro, recurría al tecnicismo de la música, y hablaba de la escala de los colores, del tono, de una especie de melodía de los matices, de las desafinaciones, de las fugas de color; pero si se trataba de música, entonces recurría a los términos de la pintura, y decía que en la ópera o lo que fuese, no había claro-oscuro, que la voz del tenor era blanca, azul o violeta, que las frases no estaban bien matizadas, que la voz no tenía buen dibujo, etc., etc. Todo lo decía al revés. También era positivista.
Los demás redactores de El Bisturí eran de las mismas trazas. Para ellos no había eminencia respetable, trataban al Himalaya como al cerrillo de San Blas.


Li anteriormente:
La Regenta (1885)

10 de setembro de 2019

La Regenta

Leopoldo Alas "Clarín"
La Regenta (1885)

Leopoldo Alas "Clarín" é um nome importante do naturalismo/realismo espanhol e La Regenta, escrito quanto o autor pouco passava dos 30 anos de idade, é considerada a sua obra-prima. Com pelo menos uma edição em português, sob o título A Corregedora, este extenso romance não entusiasmou a crítica literária do seu tempo, actividade a que o autor também se dedicava (e em razão disso mesmo); Leopoldo Alas, no entanto, tinha a perfeita consciência do valor desta obra e orgulhava-se dela.
Passado numa pequena cidade de província, a fictícia Vetusta (inspirada em Oviedo), entre uma aristocracia decadente e um clero em perda, La Regenta conta a história de Ana Ozores, uma mulher a caminho dos 30 anos, de uma beleza extraordinária, inteligente e idealista mas com um temperamento algo bipolar. Casada por conveniência dez anos antes com Víctor Quintanar, ex-regedor, com o dobro da idade dela, sem filhos, e com a atenção do marido voltada para a caça, para a poesia e para o teatro, Ana procura refúgio na religião como uma muralha para a sua virtude. Essa virtude ostensiva é a inveja das suas amigas, que apostadas em provar que Ana é “como todas”, encaminham-na para Álvaro de Mesía, um homem maduro que “acreditava ser político mas era um sedutor por ofício”; por capricho, Álvaro propõe-se seduzir Ana. Opondo-se a este plano, evidente aos olhos de todos excepto aos de Víctor Quintanar, está Fermín de Pas, um clérigo que é o braço direito do bispo, cuja imensa ambição de poder cria numerosos inimigos. Fermín de Pas, o confessor de Ana Ozores, parece ganhar a batalha durante grande parte do livro, mas no fim Álvaro leva a melhor, o que enfurece Fermín, sentindo-se traído como se tivesse sobre Ana um verdadeiro direito de posse.
E nisto se passam três anos, 30 capítulos e 800 páginas. A profundidade psicológica das personagens — não apenas das personagens principais, mas também de várias outras entre uma trintena de personagens secundárias —, tal como um refinado sentido de humor que ridiculariza a hipocrisia e a falsa religiosidade, são os pontos fortes deste romance.

En efecto, era Ronzal. Pepe Ronzal —alias Trabuco, no se sabe por qué— era natural de Pernueces, una aldea de la provincia. Hijo de un ganadero rico, pudo hacer sus estudios, que ya se verá qué estudios fueron, en la capital. Aficionado al monte, como Vinculete al tresillo, desde la adolescencia, ni durante las vacaciones quería volver a Pernueces, ganoso de no perder ni unas judías. No pudo concluir la carrera. No bastó la tradicional benevolencia de los profesores para que Trabuco consiguiera hacerse licenciado en ambos derechos.
Una vez le preguntaron en un examen:
—¿Qué es un testamento, hijo mío?
—Testamento... ello mismo lo dice, es el que hacen los difuntos.
Además de Trabuco le llamaban el Estudiante, por una antonomasia irónica que él no comprendía.
Pasó el tiempo; murió el ganadero, Pepe Ronzal dejó de ser el Estudiante, vendió tierras, se trasladó a la capital y empezó a ser hombre político, no se sabe a punto fijo cómo ni por qué.
Ello fue que de una mesa de colegio electoral pasó a ser del Ayuntamiento, y de concejal pasó a diputado provincial por Pernueces. Si nunca pudo sacudir de sí la prístina ignorancia, en el andar, y en el vestir y hasta en el saludar, fue consiguiendo paulatinos progresos, y se necesitaba ser un poco antiguo en Vetusta para recordar todo lo agreste que aquel hombre había sido. Desde el año de la Restauración en adelante pasaba ya Ronzal por hombre de iniciativa, afortunado en amores de cierto género y en negocios de quintas. Era muy decidido partidario de las instituciones vigentes. Se peinaba por el modelo de los sellos y las pesetas, y en cuanto al calzado lo usaba fortísimo, blindado. Creía que esto le daba cierto aspecto de noble inglés.
—«Yo soy muy inglés en todas mis cosas —decía con énfasis— sobre todo en las botas».
«Militaba» en el partido más reaccionario de los que turnaban en el poder.
—«Dadme un pueblo sajón, decía, y seré liberal».
Más adelante fue liberal sin que le dieran el pueblo sajón, sino otra cosa que no pertenece a esta historia.
Era alto, grueso y no mal formado; tenía la cabeza pequeña, redonda y la frente estrecha; ojos montaraces, sin expresión, asustados, que no movía siempre que quería, sino cuando podía. Hablar con Ronzal, verle a él animado, decidor, disparatando con gran energía y entusiasmo, y notar que sus ojos no se movían, ni expresaban nada de aquello, sino que miraban fijos con el pasmo y la desconfianza de los animales del monte, daba escalofríos.
Era de buen color moreno y tenía la pierna muy bien formada. En lo que se había adelantado a su tiempo era en los pantalones, porque los traía muy cortos. Siempre llevaba guantes, hiciera calor o frío, fuesen oportunos o no. Para él siempre había el guante sido el distintivo de la finura, como decía, del señorío, según decía también. Además, le sudaban las manos.
Aborrecía lo que olía a plebe. Los republicanitos tenían en él un enemigo formidable. Un día de San Francisco no puso colgaduras en los balcones del Casino el conserje. Ronzal, que era ya de la Junta, quiso arrojar por uno de aquellos balcones al mísero dependiente.
—¡Señor —gritaba el conserje— si hoy es San Francisco de Paula!
—¿Qué importa, animal? —respondió Trabuco furioso—. ¡No hay Paula que valga: en siendo San Francisco es día de gala y se cuelga!
Así entendía él que servía a las Instituciones.
Con rasgos como este fue haciéndose respetar poco a poco.
Lo que es cara a cara ya nadie se reía de él. No le faltó perspicacia para comprender que el mundo daba mucho a las apariencias, y que en el Casino pasaban por más sabios los que gritaban más, eran más tercos y leían más periódicos del día. Y se dijo:
«Esto de la sabiduría es un complemento necesario. Seré sabio. Afortunadamente tengo energía —tenía muy buenos puños— y a testarudo nadie me gana, y disfruto de un pulmón como un manolito (monolito, por supuesto.) Sin más que esto y leer La Correspondencia seré el Hipócrates de la provincia».
Hipócrates era el maestro de Platón, maestro al cual nunca llamó Sócrates Trabuco, ni le hacía falta.
Desde entonces leyó periódicos y novelas de Pigault-Lebrun y Paul de Kock, únicos libros que podía mirar sin dormirse acto continuo. Oía con atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima.
Si los argumentos del contrario le apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un rotin, y blandiéndolo gritaba:
—¡Y conste que yo sostendré esto en todos los terrenos! ¡en todos los terrenos!
Y repetía lo de terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido.
Comprendía que allí las discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían, más le convenía. En tal caso el peligro estaba en los lapsus geográficos. Solía confundir los países con los generales que mandaban los ejércitos invasores. En cierta desgraciada polémica hubo de venir a las manos con el capitán Bedoya que le negaba la existencia del general Sebastopol.
También creyó que su fama de hombre de talento se afianzaría probando sus fuerzas en el ajedrez y aplicó a este juego mucha energía. Una tarde que jugaba en presencia de varios socios y llevaba perdidas muchas piezas, vio su salvación en convertir en reina un peoncillo.
—¡Este va a reina! —exclamó clavando con los suyos los ojos del adversario.
—No puede ser.
—¿Cómo que no puede ser?
Y el contrario, por instinto, retiró una pieza que estorbaba el paso del peón que debía ir a reina.
—A reina va, y lo hago cuestión personal —añadió envalentonado Trabuco, dándose un puñetazo en el pecho.
Y el contrario, sin querer, le dejó otra casilla libre.
Y así, de una en otra, jugándose la vida en todas ellas, convirtió el peón en reina, y ganó el juego el enérgico diputado provincial de Pernueces.