10 de setembro de 2019

La Regenta

Leopoldo Alas "Clarín"
La Regenta (1885)

Leopoldo Alas "Clarín" é um nome importante do naturalismo/realismo espanhol e La Regenta, escrito quanto o autor pouco passava dos 30 anos de idade, é considerada a sua obra-prima. Com pelo menos uma edição em português, sob o título A Corregedora, este extenso romance não entusiasmou a crítica literária do seu tempo, actividade a que o autor também se dedicava (e em razão disso mesmo); Leopoldo Alas, no entanto, tinha a perfeita consciência do valor desta obra e orgulhava-se dela.
Passado numa pequena cidade de província, a fictícia Vetusta (inspirada em Oviedo), entre uma aristocracia decadente e um clero em perda, La Regenta conta a história de Ana Ozores, uma mulher a caminho dos 30 anos, de uma beleza extraordinária, inteligente e idealista mas com um temperamento algo bipolar. Casada por conveniência dez anos antes com Víctor Quintanar, ex-regedor, com o dobro da idade dela, sem filhos, e com a atenção do marido voltada para a caça, para a poesia e para o teatro, Ana procura refúgio na religião como uma muralha para a sua virtude. Essa virtude ostensiva é a inveja das suas amigas, que apostadas em provar que Ana é “como todas”, encaminham-na para Álvaro de Mesía, um homem maduro que “acreditava ser político mas era um sedutor por ofício”; por capricho, Álvaro propõe-se seduzir Ana. Opondo-se a este plano, evidente aos olhos de todos excepto aos de Víctor Quintanar, está Fermín de Pas, um clérigo que é o braço direito do bispo, cuja imensa ambição de poder cria numerosos inimigos. Fermín de Pas, o confessor de Ana Ozores, parece ganhar a batalha durante grande parte do livro, mas no fim Álvaro leva a melhor, o que enfurece Fermín, sentindo-se traído como se tivesse sobre Ana um verdadeiro direito de posse.
E nisto se passam três anos, 30 capítulos e 800 páginas. A profundidade psicológica das personagens — não apenas das personagens principais, mas também de várias outras entre uma trintena de personagens secundárias —, tal como um refinado sentido de humor que ridiculariza a hipocrisia e a falsa religiosidade, são os pontos fortes deste romance.

En efecto, era Ronzal. Pepe Ronzal —alias Trabuco, no se sabe por qué— era natural de Pernueces, una aldea de la provincia. Hijo de un ganadero rico, pudo hacer sus estudios, que ya se verá qué estudios fueron, en la capital. Aficionado al monte, como Vinculete al tresillo, desde la adolescencia, ni durante las vacaciones quería volver a Pernueces, ganoso de no perder ni unas judías. No pudo concluir la carrera. No bastó la tradicional benevolencia de los profesores para que Trabuco consiguiera hacerse licenciado en ambos derechos.
Una vez le preguntaron en un examen:
—¿Qué es un testamento, hijo mío?
—Testamento... ello mismo lo dice, es el que hacen los difuntos.
Además de Trabuco le llamaban el Estudiante, por una antonomasia irónica que él no comprendía.
Pasó el tiempo; murió el ganadero, Pepe Ronzal dejó de ser el Estudiante, vendió tierras, se trasladó a la capital y empezó a ser hombre político, no se sabe a punto fijo cómo ni por qué.
Ello fue que de una mesa de colegio electoral pasó a ser del Ayuntamiento, y de concejal pasó a diputado provincial por Pernueces. Si nunca pudo sacudir de sí la prístina ignorancia, en el andar, y en el vestir y hasta en el saludar, fue consiguiendo paulatinos progresos, y se necesitaba ser un poco antiguo en Vetusta para recordar todo lo agreste que aquel hombre había sido. Desde el año de la Restauración en adelante pasaba ya Ronzal por hombre de iniciativa, afortunado en amores de cierto género y en negocios de quintas. Era muy decidido partidario de las instituciones vigentes. Se peinaba por el modelo de los sellos y las pesetas, y en cuanto al calzado lo usaba fortísimo, blindado. Creía que esto le daba cierto aspecto de noble inglés.
—«Yo soy muy inglés en todas mis cosas —decía con énfasis— sobre todo en las botas».
«Militaba» en el partido más reaccionario de los que turnaban en el poder.
—«Dadme un pueblo sajón, decía, y seré liberal».
Más adelante fue liberal sin que le dieran el pueblo sajón, sino otra cosa que no pertenece a esta historia.
Era alto, grueso y no mal formado; tenía la cabeza pequeña, redonda y la frente estrecha; ojos montaraces, sin expresión, asustados, que no movía siempre que quería, sino cuando podía. Hablar con Ronzal, verle a él animado, decidor, disparatando con gran energía y entusiasmo, y notar que sus ojos no se movían, ni expresaban nada de aquello, sino que miraban fijos con el pasmo y la desconfianza de los animales del monte, daba escalofríos.
Era de buen color moreno y tenía la pierna muy bien formada. En lo que se había adelantado a su tiempo era en los pantalones, porque los traía muy cortos. Siempre llevaba guantes, hiciera calor o frío, fuesen oportunos o no. Para él siempre había el guante sido el distintivo de la finura, como decía, del señorío, según decía también. Además, le sudaban las manos.
Aborrecía lo que olía a plebe. Los republicanitos tenían en él un enemigo formidable. Un día de San Francisco no puso colgaduras en los balcones del Casino el conserje. Ronzal, que era ya de la Junta, quiso arrojar por uno de aquellos balcones al mísero dependiente.
—¡Señor —gritaba el conserje— si hoy es San Francisco de Paula!
—¿Qué importa, animal? —respondió Trabuco furioso—. ¡No hay Paula que valga: en siendo San Francisco es día de gala y se cuelga!
Así entendía él que servía a las Instituciones.
Con rasgos como este fue haciéndose respetar poco a poco.
Lo que es cara a cara ya nadie se reía de él. No le faltó perspicacia para comprender que el mundo daba mucho a las apariencias, y que en el Casino pasaban por más sabios los que gritaban más, eran más tercos y leían más periódicos del día. Y se dijo:
«Esto de la sabiduría es un complemento necesario. Seré sabio. Afortunadamente tengo energía —tenía muy buenos puños— y a testarudo nadie me gana, y disfruto de un pulmón como un manolito (monolito, por supuesto.) Sin más que esto y leer La Correspondencia seré el Hipócrates de la provincia».
Hipócrates era el maestro de Platón, maestro al cual nunca llamó Sócrates Trabuco, ni le hacía falta.
Desde entonces leyó periódicos y novelas de Pigault-Lebrun y Paul de Kock, únicos libros que podía mirar sin dormirse acto continuo. Oía con atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima.
Si los argumentos del contrario le apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un rotin, y blandiéndolo gritaba:
—¡Y conste que yo sostendré esto en todos los terrenos! ¡en todos los terrenos!
Y repetía lo de terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido.
Comprendía que allí las discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían, más le convenía. En tal caso el peligro estaba en los lapsus geográficos. Solía confundir los países con los generales que mandaban los ejércitos invasores. En cierta desgraciada polémica hubo de venir a las manos con el capitán Bedoya que le negaba la existencia del general Sebastopol.
También creyó que su fama de hombre de talento se afianzaría probando sus fuerzas en el ajedrez y aplicó a este juego mucha energía. Una tarde que jugaba en presencia de varios socios y llevaba perdidas muchas piezas, vio su salvación en convertir en reina un peoncillo.
—¡Este va a reina! —exclamó clavando con los suyos los ojos del adversario.
—No puede ser.
—¿Cómo que no puede ser?
Y el contrario, por instinto, retiró una pieza que estorbaba el paso del peón que debía ir a reina.
—A reina va, y lo hago cuestión personal —añadió envalentonado Trabuco, dándose un puñetazo en el pecho.
Y el contrario, sin querer, le dejó otra casilla libre.
Y así, de una en otra, jugándose la vida en todas ellas, convirtió el peón en reina, y ganó el juego el enérgico diputado provincial de Pernueces.

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