10 de xuño de 2020

Resurrección



Lev Tolstói
Resurrección (1899)

Ressurreição é o romance mais abertamente ideológico de tudo quanto li, até agora, de Leon Tolstoi. Narra a história de Dmitri Nejliudov, um proprietário da classe alta que, nomeado jurado, reencontra no julgamento Katucha Maslova, a antiga empregada de suas tias, acusada de furto e homicídio. Dez anos antes Nejliudov tinha seduzido e engravidado a jovem e sabia agora que a consequência do seu acto a tinha lançado na prostituição. Maslova é injustamente condenada pelo tribunal, e Nejliudov propõe-se acompanhá-la à Sibéria e casar com ela, para deste modo tentar reparar o mal que lhe tinha feito.
Assim se cria o pretexto para uma descrição pormenorizada do sistema penitenciário e o cepticismo com que Tolstoi o encara, pelos olhos de Nejliudov, entretanto auto-proposto a uma espécie de provedor do recluso, tentando influenciar decisões em favor dos presidiários, aparentemente todos injustiçados pelas decisões dos tribunais. E, pelo sistema penal, Tolstoi estende a sua preocupação a toda a organização social, bem como à questão da posse da terra — não se pode esquecer que, nesta época, a Rússia ainda mantinha os servos da gleba — inventariando as injustiças e o seu resultado, para no fim propor uma renovação de natureza religiosa, com vista a aperfeiçoar a sociedade. Algumas destas questões já assomavam em romances anteriores, mas Ressurreição é uma verdadeira apologia de um certo anarquismo, combinado com a sua interpretação pessoal do cristianismo — o que lhe valeu a excomunhão da Igreja Ortodoxa russa em 1901.

En aquel momento, Katucha sabía ya que estaba encinta. Mientras había esperado volver a ver a Nejludov, el pensamiento del niño que iba a nacer, lejos de apenarla, la ponía por el contrario contenta y la enternecían los movimientos que a veces notaba en su vientre. Pero desde aquella noche había cambiado, y el niño que iba a nacer no sería en lo sucesivo más que un estorbo.
Sabiendo que Nejludov debía pasar cerca de su casa, las dos ancianas tías le habían rogado que se detuviese con ellas; pero él había telegrafiado que no podría hacerlo, pues tenía la obligación de llegar cuanto antes a San Petersburgo. Katucha formó entonces el proyecto de ir a la estación para verlo pasar.
El tren la atravesaba de noche, a las dos de la madrugada. Después de haber ayudado a las señoritas a acostarse, Katucha se calzó una botas altas, se cubrió la cabeza con un pañuelo y partió en compañía de Machka, la hijita de la cocinera.
La noche era negra y helada. A intervalos, la lluvia caía en grandes gotas apretadas y se interrumpía. A través de los campos no se podía distinguir el sendero a dos pasos, y en el bosque había la misma oscuridad que en un sótano. Katucha, aun conociendo muy bien el camino, estuvo a punto de extraviarse y llegó a la estación, donde el tren no se detenía más que tres minutos, cuando ya habían dado el segundo toque de campana. Corrió al andén y reconoció inmediata­mente, en un coche de primera clase, a Nejludov sentado junto a la ventana. El vagón estaba vivamente alumbrado. Sentados frente a frente en las butacas de terciopelo, dos oficiales jugaban a las cartas. Sobre la mesita estaban encendidas dos grandes bujías; y Nejludov, con pantalón bombacho y en mangas de camisa, se mantenía apoyado sobre el brazo en el respaldo de un sillón y reía.
En cuanto lo vio, ella, con sus dedos entumecidos, golpeó en el cristal. Pero, en el mismo instante, se dejó oír la señal de partida; el tren se movió lentamente y los vagones empezaron a desfilar con topetazos sucesivos.
Uno de los jugadores se levantó, con las cartas en la mano, y miró por el cristal. Ella golpeó de nuevo y acercó su rostro a la ventanilla. Pero, en aquel momento, el vagón junto al cual se encontraba se puso en movimiento y ella se dedicó a seguirlo, los ojos siempre fijos en la ventanilla. Habiendo intentado el oficial bajar el cristal sin conseguirlo, Nejludov se levantó a su vez, apartó a su camarada y empezó a bajar el cristal. El tren, entonces, aceleró su velocidad, y Katucha tuvo que apretar el paso. Las ruedas giraban más rápidamente aún cuando, estando ya el cristal completamente bajado, el revisor apartó a la joven y saltó al vagón. Ella echó a correr sobre las mojadas losas del andén, llegó hasta el final y estuvo a punto de caerse en los escalones que enlazaban el andén con el suelo. Siguió corriendo cuando ya estaba lejos el coche de primera clase. Los de segunda, y luego, más rápidamente, los vagones de tercera clase, pasaron ante la muchacha sin que ésta interrumpiese su carrera; por fin, el último vagón se alejó, con sus farolillos rojos, y Katucha sobrepasó el depósito de agua. El viento, que, en aquel lugar, no encontraba ya obstáculos, le arrancó el pañuelo de la cabeza y le pegó las faldas a las piernas. Aun habiéndosele volado el pañuelo, Katucha seguía corriendo.
—¡Tita Mijailovna! —le gritó la niña, que tenía dificultad para seguirla—. Se le ha caído el pañuelo.
Katucha se detuvo, se cogió con las dos manos la cabeza echada hacia atrás y estalló en sollozos.
—¡Se ha ido! —exclamó.

Li anteriormente:
O Diabo e Outras Histórias (1889)
A Morte de Ivan Ilitch (1886)
Guerra e Paz (1869)