1 de decembro de 2023

Limónov

Emmanuel Carrère
Limónov (2011)

Emmanuel Carrère, jornalista francês, conheceu Eduard Limónov na sua juventude, nos inícios dos anos 80, durante a passagem por Paris do dissidente soviético, o escritor vindo de Nova Iorque, com uma certa aura de rebeldia punk, o aventureiro divertido que a todos impressionava. Após a derrocada da União Soviética, assistiu incrédulo à passagem de Limónov pela Sérvia de Radovan Karadžić, e ao seu papel de fundador do Partido Nacional Bolchevique na Rússia, entre outras actividades que não conseguiu assimilar. Ainda assim, procurou Limónov em Moscovo, quando este já tinha 65 anos e temia pela sua segurança pessoal, para as entrevistas que deram origem a esta biografia romanceada de uma personagem que não conseguia entender, resultado tanto da admiração como da repulsa.
Limónov, escrito quase como um livro de aventuras, acompanha a vida do biografado, desde o seu nascimento em 1943, durante a guerra, à adolescência de delinquência em Karkov, onde, mais tarde, acabou por entrar no pequeno e provinciano círculo literário e boémio da cidade. A ambição por voos mais altos levou-o depois a Moscovo, onde permaneceu outros sete anos, antes de rumar a Nova Iorque, onde ficou entre 1975 e 1980. Nessa cidade, à qual tinha chegado cheio de sonhos, Limónov viveu uma vida dura, por vezes degradante, enquanto ia vertendo a sua experiência pessoal em manuscritos sucessivamente recusados, sem conseguir tornar-se no novo Henry Miller, nem alcançar a fama que julgava sua por direito. Quando a sorte mudou, o primeiro livro acabou por ser publicado no outro lado do Atlântico, no Outono de 1980, por um editor parisiense, e traduzido depois nos EUA pelas editoras que antes o tinham recusado. O relato segue o percurso de Limónov em Paris e, nos anos finais da URSS, o regresso a Moscovo e a Karkov, o reencontro com os pais, na casa de onde tinha partido quinze anos antes. A etapa seguinte passa-se em Vukovar e Sarajevo, durante a guerra, e de novo em Moscovo, para assistir ao fim da URSS, à ascensão de Iéltsin e às convulsões que marcaram o início dos anos 90, e outra vez na guerra dos Balcãs, na Krajina. Novamente em Moscovo, assiste-se ao início do partido, com Aleksandr Dugin, e ao posterior afastamento entre os dois; decorrem os dois desastrosos mandatos de Iéltsin e, na sua sucessão, Vladimir Putin chega ao Kremlin, e o partido é proibido. Como consequência dessa lei foi encarcerado durante alguns meses e, por fim, libertado antes de completar a pena, atendendo ao seu estatuto de escritor reconhecido.

Pienso que los primeros años de su estancia en París fueron los más felices de su vida. Había escapado por los pelos de la miseria y el anonimato. La publicación del Poeta ruso, seguida del Diario de un fracasado, le había convertido en una pequeña estrella en un medio que le gustaba: no tanto el de la edición y la prensa literaria seria como el de los jóvenes a la moda que adoraron al instante su facha, su francés patoso y sus comentarios tranquilamente provocativos. Bromas crueles sobre Solzhenitsyn, brindis por Stalin, era justamente lo que la gente quería oír en una época y un ambiente que, después de haber enterrado a la vez el fervor político y las boberías alternativas, sólo admiraba el cinismo, el desencanto y la frivolidad glacial. Incluso en la indumentaria, el estilo soviético gozaba del favor de los pospunks, que se pirraban por las gafas gruesas de concha al estilo Politburó, las insignias del Komsomol, las fotos de Brézhnev besando en los labios a Honecker, y Limónov se quedó atónito y luego se emocionó al ver en los pies de un joven estilista superenrollado unos botines de plástico con botones a presión que eran idénticos a los que llevaba su madre en Járkov a principios de los años cincuenta.
[...]
Yeltsin, tan amado al principio, es ahora tan detestado como su antecesor, y la elección presidencial parece tan adversa para él que piensa seriamente en anularla. Como le repite en la sauna el tonton macoute Koriakov: «Borís Nikoláievich, la democracia está bien, pero sin elecciones es más segura.»
La alternativa esta vez no es un histrión como Zhirinovski, sino directamente los comunistas. Cinco años antes, Yeltsin declaró fuera de la ley a este partido. Se creía definitivamente terminada la experiencia aterradora y grandiosa que se llevó a cabo con la especie humana en la Unión Soviética. Pues bien, al cabo de cinco breves años de experiencia democrática, todos los sondeos coinciden y hay que rendirse a esta perturbadora evidencia: la gente está tan harta de la democracia, del mercado y de la injusticia consiguiente que se dispone a votar en masa al partido comunista.
Su líder, Ziugánov, no propone reabrir el gulag o reconstruir el Muro de Berlín. Bajo la etiqueta de «comunista» , este político prudente y sin brillo vende menos la dictadura del proletariado que la lucha contra la corrupción, un poco de orgullo nacional y la misión espiritual de la Rusia ortodoxa frente al nuevo orden mundial. Dice que Jesús fue el primer comunista. Promete que si le votan los ricos serán menos ricos, los pobres menos pobres, y como mínimo todo el mundo debería estar de acuerdo en la segunda parte de este programa: ¿quién es realmente partidario de que los viejos mueran de hambre y de frío?
Sin embargo, los oligarcas se asustan ante la idea de que quieran hacerles menos ricos, sobre todo ahora que acaban de inventar y de endilgar a Yeltsin un chanchullo maravilloso para enriquecerse aún más: los «préstamos a cambio de acciones». La idea es simple: sus bancos prestan dinero al Estado, cuyas arcas están vacías, los préstamos están garantizados por los buques insignia, todavía no privatizados, de la economía rusa —el gas, el petróleo, las auténticas riquezas del país—, y si al cabo de un año el Estado no ha pagado, pasarán por la caja y se cobrarán ellos mismos. El vencimiento cae después de las elecciones presidenciales y en consecuencia es vital para los oligarcas que Yeltsin sea todavía presidente en ese momento, y no un Ziugánov que para mostrar su virtud amenaza con denunciar el trapicheo.