11 de xaneiro de 2020

Mi Camino de Santiago


Léon Degrelle
Mi Camino de Santiago (2002)

Num dos seus artigos recentes, o El Cadenazo definia-o assim: «Léon Degrelle formou parte daquela juventude que acudiu ao chamamento da Europa para se alistar e empreender a grande e decisiva Cruzada contra o Bolchevismo. Os seus próprios actos colocaram-no à cabeça das graduações em coragem e inteligência, logrando, no curto espaço de tempo de quatro anos de aço, por méritos de guerra, passar de simples soldado raso a chefe General da sua unidade, sendo o combatente estrangeiro mais condecorado na II Guerra Mundial, configurando-se para a posteridade como um ícone de heroísmo e de vontade férrea.»
Léon Degrelle tem vários livros onde descreve a sua experiência militar, mas este não é um deles. Mon chemin de Saint Jacques teve a sua primeira edição em 2002, no que parece ser a sua primeira obra de publicação póstuma, cerca de oito anos passados sobre a sua morte. O livro não é mais do que o relato da peregrinação que empreendeu a Santiago de Compostela, em 1951, pela reunião das cartas que escreveu após cada uma das suas etapas. O percurso foi iniciado a 20 de Junho no Puerto de Ibañeta — nos Pirenéus, próximo da fronteira francesa —, o Passo de Roncesvales, do Caminho francês de Santiago. Depois, as jornadas diárias através das belíssimas paisagens do Norte de Espanha, levam-no a Pamplona, Logronho, Burgos, Leão, Astorga, Ponferrada e Santiago de Compostela, onde chegou a 21 de Julho, depois de percorrer uma distância que ultrapassou os 1000 km. Degrelle dedica ainda alguns parágrafos à festividades em honra de Santiago, que decorriam poucos dias depois da sua chegada, tal como refere a sua ida à Torre de Hércules, o antigo farol na Corunha, a Finisterra que muitos peregrinos também demandavam no epílogo da jornada (embora ele não mencione este facto). As diversas etapas, onde se descrevem as aldeias e as cidades, os monumentos e seu contexto, os acidentes naturais do percurso, as mudanças meteorológicas e a interacção com os habitantes ao longo do caminho, são dadas por uma escrita viva que fazem do leitor um seu acompanhante (tanto mais quanto o Google Maps dá uma ajuda).

Debí de trotar mucho tiempo hasta alcanzar Palas del Rey, la anteúltima etapa que me había asignado. Aquí, después de algunas horas, me sentí otra vez en plena Edad Media. He deambulado, como un niño encantado, entre el gentío que había acudido al mercado mensual. Todo era idéntico a lo que debieron ver en su camino, en días semejantes de tiempos idos, los polvorientos peregrinos. Campesinos con los bustos como reproducidos conforme a las miniaturas de los Libros de Horas, avanzan, nobles, vestidos con blusones, junto a sus bajas carretas, de ruedas macizas, chirriantes. Otros mantienen a distancia a sus toros y sus terneros. Viejas completamente melladas, están sentadas, tocadas con su manteo rojo, de paño grueso, sobre la vestimenta negra, o acodadas sobre la paja, junto a sus cerdos rosados. Las monturas de los caballeros están pavonadas con bonitas y ricas coberturas, con grandes trazos negros, rojos, verdes, amarillos entretejidos. Los huevos están amontonados, igual que prodigiosos frutos claros. Todas las frutas del terruño tienen también colores diversos: brevas verde dorado, manzanas rosadas, cerezas húmedas, ciruelas claudias amarillo verdoso. Toda una callejuela está dedicada a la venta de pan, donde se ofrecen grandes hogazas grises, retorcidas en lo alto, en copete, como si tuvieran un moño. Sobre la cresta, el extremo más alto de la explanada, está la vieja fuente, junto a la que espera pacientemente un bonito animal castaño claro. Los gorrinos, abajo, se mueven en las cajas. Se venden, sobre bancos de madera, los pulpos violetas después de haberles pescado en enormes cubetas de cuero, donde se cuecen como en una colada de obispo.
Lo más bonito, humanamente mirado, es el muestrario de todos los aperos sencillos que se ofertan, esos útiles que ayudarán al noble, al sencillo y gran trabajo en los áridos viñedos: las navajas, finas y largas como medialunas, que se cubren con una capa de paja antes de entregársela al posible comprador; las guadañas, doradas y negras; las sogas, los cebos para el pescado; los grandes cestos, con los bordes amarillos, trenzados en cuadrados; las cribas que darán su pureza al trigo de los rubios campos... Nunca puedo dejar de mirar con sentimiento emocionado estos elementales enseres, que son la base de la vida campestre y el símbolo del esfuerzo del hombre.
La raza es grave, como ya lo debía ser hace diez siglos; raza laboriosa, áspera, austera. Miraba con interés a una de las campesinas que vendía sus frutos: cada vez que llevaba a término una venta, escondía el producto de lo vendido, por encima de sus rodillas, en la faltriquera de sus gruesos refajos (¿refajos de lana?) Otra, sentada sobre la paja, junto a sus cochinillos, contaba sus perras chicas, una por una, como si se tratase de monedas de oro. A cada pieza que pasaba se veía que reflexionaba, recelosa tal vez de la veracidad de lo recaudado. Estas mujeres —pocas son guapas— tienen un porte de cariátides. Las he visto, derechas como álamos, llevar sobre sus cabezas las cajas de frutas, aún dos veces más largas que ellas, con una soltura, una naturalidad y una nobleza que impresionaban. Son por aquí muy numerosas las mujeres que tienen los ojos gris-azulado y la piel fina agradablemente pintada con graciosas pecas, herencia de sus abuelos Celtas, hermanos a su vez de los Irlandeses y de los Bretones.
Por aquí y por allá, había un charlatán arengando a una muchedumbre "naif", que escuchaba en éxtasis. Otros tocaban la guitarra, como en el pórtico de Puertomarín. Numerosos sacerdotes —sin lugar a dudas, todos los curas de la región— daban vueltas, empinaban el codo en los cafés y no quitaban el ojo de las muchachas... Pensaba en la clerecía picante que pagaba los policromados de los antiguos escultores...
Una sola cosa era moderna: el autobús o coche de línea. Pero, aún así, no dejó de hacerme gracia ver la natural disposición de los ancianos viajeros que ocupaban estos autobuses, autocares por demás brincadores y saltarines, acostumbrados a los ajetreos impuestos por las imperfecciones de los caminos, pues éstos estaban divididos por una barrera, que separaba así, a un lado, la gente campesina, mujeres con sus pañuelos liados a sus cabezas, varones con sus blusones, todos con las miradas vivaces, y al otro lado, viajaba el ganado, espantado, curioso, mugiente, compartiendo todos de este modo el mismo vehículo. Viven en común en el autobús igual que en sus grandes casas de piedra, ¡hogar y establo!