18 de agosto de 2019

Imperialismo Pagano


Julius Evola
Imperialismo Pagano (1928)

Entre os ensaios de juventude de Julius Evola, Imperialismo Pagão será, talvez, a obra de maior impacto. Editado quando o autor tinha 30 anos, é um duro manifesto anti-cristão, onde atribui à exógena religião oriental e à sua escala de valores a queda de Roma e, por arrasto, da Europa nórdico-germana, eclipsando os valores da Tradição. Mais ainda, é nessa Europa tornada cristã, com os seus princípios igualitários próprios de uma religião de deserdados e de escravos, que Evola vê as sementes do socialismo, da democracia, do colectivismo, do humanismo e do materialismo, a rejeição da hierarquia e da aristocracia que levaram ao ocaso do Ocidente.
Para um novo renascimento, Evola diz ser necessário fazer tábua rasa dos últimos 15 séculos — abre uma pequena excepção para o episódio medieval do Sacro Império Romano Germânico — e recuperar a ideia de um Imperium, como síntese de espiritualidade e realeza, na superação dos nacionalismos, um império sem imperialismo, muito diferente do significado actual da palavra.
O Imperialismo Pagão não se limita apenas a esse tema e oferece um amplo e interessante conjunto de reflexões sobre o seu tempo.

El hombre vivía en conexión orgánica y esencial con las fuerzas del mundo y del supramundo, de modo tal de poder decir, con la expresión hermética, que era "un todo en el todo, compuesto de todas las potencias": no otro es el sentido que trasunta de la doctrina ario-aristocrática del átmá. Y esta concepción fue la base sobre la cual se desarrolló, como un todo en su manera perfecta, el corpus de las ciencias sagradas tradicionales.
El cristianismo infringió esta síntesis, creó un abismo trágico. Y así, por un lado el espíritu se convirtió en el "más allá", lo irreal, lo subjetivo; de allí la raíz primera del abstractismo europeo; por otro, la naturaleza se convirtió en materia, exterioridad encerrada en sí misma, fenómeno enigmático. De allí la actitud que tenía que dar lugar a la ciencia profana. Y como al saber interior, directo, integral dado a la Sabiduría se le sustituyó el saber exterior, intelectual, discursivo-científico, profano, simultáneamente a la conexión orgánica y esencial del hombre con las fuerzas profundas de la naturaleza que constituía la base del rito tradicional, del poder del sacrificio y de la misma magia, se le sustituyó una relación extrínseca, indirecta, violenta: la relación propia de la técnica y de la máquina. He aquí pues en cuál manera la revolución judeo-cristiana contiene el germen de la misma mecanización de la vida.
En la máquina hallamos reflejado el aspecto impersonalista e igualitario de la ciencia que la produce. Así como con el oro es la dependencia reducida a no ser más persona, mecanizada; así como la cultura moderna tiene por ideal un saber universalista, bueno para todos, inorgánico y transmisible como una cosa, del mismo modo con el mundo de la máquina nos encontramos ante una potencia también impersonal, inorgánica, basada en automatismos que producen los mismos efectos con absoluta indiferencia en relación a quien actúa. Toda la inmoralidad de una tal potencia, que pertenece a todos y no es de nadie, que no es valor, que no es justicia, que por la violencia puede hacer más poderoso a alguien sin que antes lo convierta en superior, resulta claramente visible. Sin embargo, como también resulta que ello es posible sólo porque no se encuentra ni siquiera una sombra de un acto verdadero y propio en tal esfera, ningún efecto en el mundo de la técnica y de la máquina es directamente dependiente del Yo como de su causa, sino que entre el uno y el otro existe, como condición de la eficacia, un sistema de determinismos y de leyes que se conocen pero que no se comprenden, y que, con un puro acto de fe, se reputan constantes y uniformes. Por todo aquello que el individuo es y por una potencia individual directa, la técnica científica no dice nada, por el contrario: en medio de su saber acerca de fenómenos y de las innumerables diabólicas máquinas propias, el individuo hoy es más miserable e impotente como no lo fuera nunca antes, siempre más condicionado en vez que condicionador, siempre más inserto en una vida en la cual la necesidad de querer queda reducida al mínimo, el sentido de sí, el fuego irreductible de la entidad individual se va gradualmente apagando en un cansancio, en un abandono, en una degeneración.
[...]
Este sentido "humano" de la vida, tan típico en el Occidente moderno, confirma su aspecto plebeyo e inferior. De aquello de lo cual había unos que se avergonzaban —el "hombre"—, los otros en cambio se vanagloriaron. El mundo antiguo elevó al individuo hacia Dios, trató de disolverlo de la pasión para adecuarlo a la trascendencia, al aire libre de las alturas, sea en la contemplación como en la acción; conoció tradiciones de héroes no humanos y de hombres de sangre divina. El mundo judeo-cristiano no sólo privó a la "criatura" de lo divino, sino que terminó rebajando a Dios mismo a una figura humana. Volviendo a dar vida al demonismo de un substrato pelásgico, sustituyó las puras regiones olímpicas, vertiginosas en su radiante perfección, con las perspectivas terrificantes de sus apocalipsis, de las gehenas, de la predestinación, de la perdición. Dios no fue más el Dios aristocrático de los Romanos, el Dios de los patricios al que se reza de pié, ante el esplendor del fuego, con la frente alta y que se lleva a la cabeza de la legiones victoriosas; no fue más Donnar-Thor, el aniquilador de Thym y de Hymir, el "más fuerte entre los fuertes", el "irresistible", el señor del "asilo contra el terror", cuya arma temible, el martillo Mjólmir, es una representación correspondiente al vajra del Çiva, de la misma fuerza fulmínea que consagraba a los reyes divinos de los Arianos; no fue más Odín-Wotan, aquel que lleva a la victoria, el Águila, el huésped de los héroes que en la muerte sobre el campo de batalla celebran el más alto culto del sacrificio y se transforman en la falange de los inmortales, sino que se convirtió, para decirlo con León Rougier, en el patrono de los miserables y de los desesperados, el holocausto, el consolador de los afligidos que se implora con las lágrimas del éxtasis ante los pies del crucificado y en capitulación del propio ser. Así pues el espíritu fue materializado, el ánimo ablandado. No se conoció más sino lo que es pasión, sentimiento, esfuerzo. Ya no estuvo más el sentimiento supramundano por la espiritualidad olímpica, sino también fueron perdidas de a poco la dignidad viril nórdico-romana y, en un empobrecimiento general, un retorcido mundo de tragedia, de sufrimiento y de gravedad fue penetrando: el mundo "humano" en vez del épico y dórico.
[...]
Por lo que se refiere a la segunda potencia, Inglaterra, la misma debe ser considerada en su estrecha relación con Norteamérica, para poder valorar plenamente el antieuropeísmo de una cultura practicista, mercantil, democrático-capitalista, esencialmente laica y protestante, llegada justamente en Norteamérica a su conclusión última: al mamonismo, a la desmedida estandarización, a la tiranía de los trusts y del oro, a la humillante religión de la "socialidad" y del trabajo, a la destrucción de cualquier interés metafísico y a la glorificación del "ideal del animal". Así pues, desde este punto de vista, Inglaterra, cuyo imperio mundial se encamina a su ocaso, constituye un peligro menor respecto de Norteamérica, que objetivamente puede considerarse como la correspondencia occidental del mismo peligro que, en el límite oriental, representa para nosotros la Rusia de los Soviets. La diferencia entre las dos culturas no consiste sino en esto: aquellos temas que los Soviets tratan de realizar con una tensión trágica y cruel y a través de una dictadura y un sistema de terror, en Norteamérica, en cambio, prosperan con una apariencia de democracia y de libertad, en tanto que se presentan como el resultado espontáneo, necesariamente alcanzado a través del interés por la producción material e industrial, del desapego respecto de todo punto de referencia tradicional y aristocrático, a través de la quimera de una conquista técnico-material del mundo.

Li anteriormente:
Revolta Contra o Mundo Moderno (1934)

6 de agosto de 2019

High-Rise


J.G. Ballard
High-Rise (1975)

Li há alguns anos o conto Billenium, de 1962, passado num futuro distópico, numa cidade sobrepovoada onde cada metro quadrado era avidamente disputado. Na altura, creio ter lido algo sobre High-Rise ser o desenvolvimento dessa ideia. Por essa razão esperava encontrar uma relação entre as duas obras semelhante à que existe, por exemplo, entre o conto A Sentinela e o romance 2001: Uma Odisseia no Espaço, de Arthur C. Clarke. Por certo fui induzido em erro, porque a relação entre Billenium e High-Rise, se a quisermos encontrar, existirá apenas na disposição do pesadelo urbano como pano de fundo. Sem a fina ironia que impregnava o conto Billenium, High-Rise é uma novela de tons escuros, doentia, onde se conta a história da desagregação de um edifício como estrutura social.
Num luxuoso empreendimento imobiliário ainda em construção, a primeira torre está terminada e, agora, completamente habitada: 40 andares, 1000 apartamentos, 2000 moradores. Mas o imóvel é aquilo que se designa hoje como um “edifício doente”, causador de insónia e problemas psicossomáticos. Em breve, o desleixo, as avarias, o vandalismo e a violência, sempre em crescendo, tomam conta da situação, começando por dividir o prédio em três zonas, inicialmente associadas a uma divisão por classes que estava latente na sua ocupação. Acompanhamos, assim, o olhar de três personagens: Richard Wilder, um produtor de documentários televisivos que mora num dos andares inferiores; Robert Laing, professor de medicina e residente num andar da metade superior; e Anthony Royal, o arquitecto do empreendimento, que ocupa um dos melhores apartamentos, no último piso.
Com a evolução da narrativa, a divisão entre os moradores acentua-se rapidamente até desembocar na mais completa barbárie. E, se há os que abandonam o edifício, e os que, sem o abandonar, fingem uma normalidade inexistente, voltando ao fim de cada dia de trabalho para esta selvajaria descontrolada, a narração foca-se naqueles que cortam todo o contacto com o exterior, fazendo da torre o horizonte apocalíptico da sua existência quotidiana.

The psychology of high-rise life had been exposed with damning results. The absence of humour, for example, had always struck Wilder as the single most significant feature—all research by investigators confirmed that the tenants of high-rises made no jokes about them. In a strict sense, life there was "eventless". On the basis of his own experience, Wilder was convinced that the high-rise apartment was an insufficiently flexible shell to provide the kind of home which encouraged activities, as distinct from somewhere to eat and sleep. Living in high-rises required a special type of behaviour, one that was acquiescent, restrained, even perhaps slightly mad. A psychotic would have a ball here, Wilder reflected. Vandalism had plagued these slab and tower blocks since their inception. Every torn-out piece of telephone equipment, every handle wrenched off a fire safety door, every kicked-in electricity meter represented a stand against decerebration.
What angered Wilder most of all about life in the apartment building was the way in which an apparently homogeneous collection of high-income professional people had split into three distinct and hostile camps. The old social sub-divisions, based on power, capital and self-interest, had re-asserted themselves here as anywhere else.
In effect, the high-rise had already divided itself into the three classical social groups, its lower, middle and upper classes. The 10th-floor shopping mall formed a clear boundary between the lower nine floors, with their "proletariat" of film technicians, air-hostesses and the like, and the middle section of the high-rise, which extended from the 10th floor to the swimming-pool and restaurant deck on the 35th. This central two-thirds of the apartment building formed its middle class, made up of self-centred but basically docile members of the professions—the doctors and lawyers, accountants and tax specialists who worked, not for themselves, but for medical institutes and large corporations. Puritan and self-disciplined, they had all the cohesion of those eager to settle for second best.
Above them, on the top five floors of the high-rise, was its upper class, the discreet oligarchy of minor tycoons and entrepreneurs, television actresses and careerist academics, with their high-speed elevators and superior services, their carpeted staircases. It was they who set the pace of the building. It was their complaints which were acted upon first, and it was they who subtly dominated life within the high-rise, deciding when the children could use the swimming-pools and roof garden, the menus in the restaurant and the high charges that kept out almost everyone but themselves. Above all, it was their subtle patronage that kept the middle ranks in line, this constantly dangling carrot of friendship and approval.
The thought of these exclusive residents, as high above him in their top-floor redoubts as any feudal lord above a serf, filled Wilder with a growing sense of impatience and resentment. However, it was difficult to organize any kind of counter-attack. It would be easy enough to play the populist leader and become the spokesman of his neighbours on the lower floors, but they lacked any cohesion or self-interest; they would be no match for the well-disciplined professional people in the central section of the apartment building. There was a latent easy-goingness about them, an inclination to tolerate an undue amount of interference before simply packing up and moving on. In short, their territorial instinct, in its psychological and social senses, had atrophied to the point where they were ripe for exploitation.

Li anteriormente:
Passaporte para o Eterno (1963)