3 de marzo de 2019

Por Cuevas y Selvas del Indostán

Helena P. Blavatsky
Por Cuevas y Selvas del Indostán (1892)

Helena Petrovna Blavatsky, a célebre co-fundadora da Sociedade Teosófica, dispensa apresentações. A sua obra divide opiniões, e autores que eu prezo têm posições diametralmente opostas sobre as suas incursões no ocultismo e na espiritualidade oriental — Paulo Alexandre Loução, por exemplo, valoriza o conhecimento da autora russa, enquanto René Guénon o considera uma fraude. Se é verdade que dificilmente me imagino a ler Ísis sem Véu ou A Doutrina Secreta, já este Pelas Grutas e Selvas do Indostão, que me pareceu mais próximo aos meus gostos e interesses, não me desiludiu.
O livro nasceu como uma série de crónicas publicadas em dois jornais moscovitas entre 1879 e 1886, dando entretanto origem a dois volumes publicados na mesma época. Em 1892 apareceu a primeira tradução inglesa, sob o título From the Caves and Jungles of Hindostan, onde se apresentou o formato definitivo da obra.
Verdadeira literatura de viagem, H.P. Blavatski descreve uma Índia exótica, num périplo que se detém mais demoradamente em Bombaim, Karli, Nassik, Mandú (a cidade morta), Bagh, Hardwar e Jubblepore. Uma Índia que o tempo desvaneceu, quando todos os locais dignos de interesse (não só na Índia mas praticamente em todo o lado) foram já conspurcados por esse abominável turismo de massas, que lhes despeja diariamente hordas de forasteiros em cima, transformando-os em parques temáticos ou centros comerciais. Mesmo assim, há mais de um século, H.P. Blavatski apercebia-se então dos sintomas de corrosão na sociedade tradicional, resultantes do contacto imposto pelo Ocidente. Além dos locais percorridos, com acompanhantes ocidentais e nativos, Blavatsky descreve o convívio com gente de vários estratos e crenças religiosas, sem esconder uma verdadeira aversão pelos brâmanes, a casta sacerdotal no topo da sociedade indiana, considerando-os obscurantistas, enganadores e oportunistas, reservando o seu interesse e admiração para a Índia védica que os precedeu.

Dichas Torres del Silencio, con raras excepciones, son de forma cuadrada o redonda, de veinte a cuarenta pies de altura, sin puertas ni techumbre; con una sola entrada de hierro hacia el Este, y tan pequeña que unos matorrales la recubren. El primer cadáver que se lleve a una dakhma o torre nueva ha de ser el de un niño o el de un mobed o sacerdote. A nadie, ni aun al vigilante principal, se le permite aproximarse a más de treinta pasos de estas torres. Solamente a los nassesalares, o portadores de los muertos les es permitido entrar y salir en ellas, pero la vida que ellos llevan es aún más miserable que la del propio verdugo europeo, pues que, apartados de todo contacto humano, yacen en el aislamiento más abyecto. Prohibido, como les está, el ir a los mercados, tienen precisión de buscarse el alimento por los medios más inverosímiles. Nacen, se casan y mueren sin relación alguna con los demás seres del mundo, a excepción de los suyos, y sólo cruzan las calles para incautarse de los muertos y llevarlos a la torre.
Hasta su vecindad es considerada como impura. Al entrar en la torre con el cadáver, que sea el que hubiese sido su rango social, va cubierto con blancos harapos, lo desnudan y lo colocan silenciosamente en una de las tres filas que vamos a describir. Luego, con idéntico mutismo salen, cierran la puerta y queman los harapos.
Entre los adoradores del fuego, la muerte se ve despojada de toda su imponente majestad, siendo sólo objeto de repugnancia. Cuando la última hora del enfermo se aproxima, todos abandonan la estancia mortuoria, tanto para no crear obstáculos con su presencia a la salida del alma del cuerpo, como para no contaminarse el vivo con el contacto del muerto. Únicamente el sacerdote permanece un rato con el moribundo, y después de recitar en su oído el ashem-vohu, el yato-ahavarie y otros pasajes del Zend-Avesta, abandona la habitación antes de que el moribundo abandone su cuerpo. En seguida traen un perro, poniéndole cara a cara con aquél, ceremonia denominada sas-did o sea de “la mirada del perro”, y esto se hace porque el perro es el único ser viviente a quien el drux-nassu, o demonio, teme, pues le impide tomar posesión del cadáver. Al efecto se tiene gran cuidado de que no se interponga la sombra de nadie entre el moribundo y el perro, porque toda la fuerza de la mirada del perro se perdería y el diablo no desaprovecharía tamaña ocasión. Después, el cadáver es dejado en el punto en que la vida le abandonó, hasta que los nassesalares aparecen con los brazos envueltos en viejos sacos para llevárselo al dakhma, depositándole en un féretro de hierro, que es el mismo para todos. Si por acaso acontece que alguno tenido por muerto vuelve en sí, los nassesalares tienen la misión de matarle, pues todo aquel que ha sido contaminado por el contacto de los cadáveres del dakhma, ha perdido, ipso facto, todo derecho de volver entre los vivos, porque, al hacerlo, contaminaría a toda la vecindad.
[...]
La rojiza llama de nuestras antorchas cegaba nuestros ojos en la tenebrosa obscuridad del bosque. Hay algo de indescriptiblemente fascinador y solemne en estas augustas travesías por las vírgenes selvas de aquellos rincones indostánicos. Diríase que todo dormita en torno nuestro, y sólo rompe el silencio nocturno el monótono y pesado caminar de los elefantes cual el martilleo de una de las fraguas de Vulcano. De vez en cuando, sin embargo, se escuchan vagas voces y escalofriantes murmullos en el sombrío ámbito de la maleza.
—Es el viento, que entona su misteriosa canción entre las ruinas de otros días. ¡Maravilloso fenómeno acústico! —observó uno de la partida.
¡Bhuta; bhuta! —exclamaban espantados los supersticiosos portadores de las antorchas, al par que, girando rápidamente sobre una pierna y castañeteando los dedos, las blandían como si trataran de espantar con ellas a los elementales malignos.
Piérdese luego en la lontananza el quejumbroso lamento, y retornan a sonar en el bosque las suaves cadencias de su invisible vida nocturna. Ora es el chirrido metálico de los grillos, ora el leve susurrar de las hojas o el vago zumbido de algún insecto. Todo cesa de repente por unos momentos, y luego torna a principiar aumentando gradualmente. ¡Cuán vigorosa vida no palpita en la débil hoja; en la mísera yerbecilla, en el seno de la selva del trópico, mientras que miriadas de luciérnagas, cual estrellas caídas en el suelo, fosforecen misteriosas!

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