14 de agosto de 2022

A Través del Islam


Ibn Batutta
A Través del Islam  (1356 / 2017)

O mapa das viagens de Ibn Batutta, por três continentes, é impressionante. Nascido em Tanger em 1304, a sua primeira viagem foi a Meca, cumprindo um dos preceitos do islamismo. No entanto não fez a viagem de regresso, e prosseguiu para o Médio Oriente, Ásia Menor, Costa Oriental Africana, Índia, Indonesia e China, regressando ao Magrebe ao final de 24 anos. Após esse curto descanso, foi ao reino do Al-Andalus na Península Ibérica e voltou a África, descendo a Timbuktu e dando uma larga volta por Agadez no regresso. No total, as suas viagens decorreram entre 1325 e 1354, tendo depois ditado de memória o registo conhecido como “Rihla” (nome genérico que na cultura árabe designa os relatos de viagens).
O seu relato era praticamente desconhecido no Ocidente até ao séc XIX, quando foi objecto de traduções em francês e inglês. Em 1929 o historiador inglês Hamilton Gibb publicou alguns excertos baseados em traduções anteriores, nomeadamente dos franceses Defrémery e Sanguinetti, mas já se tinha abalançado ao trabalho de fazer a sua própria tradução anotada. A obra teria 4 volumes, e o primeiro só seria publicado em 1958. Gibb morreu em 1971, com 3 volumes publicados (o quarto seria editado sob direcção de Charles Beckingham, em 1994).
A presente edição, com tradução de Serafín Fanjul e Federico Arbós, é a primeira em língua espanhola e assenta sobretudo no trabalho de Gibb, que se tornou um referência. A factualidade e a historicidade de muitas passagens do livro são colocadas em causa por alguns estudiosos, que também têm dúvidas se alguns dos relatos serão realmente experiências vividas pelo autor. Para o prazer da leitura isso é irrelevante (como o era nos relatos do seu contemporâneo Marco Polo).


El quemar a la esposa, tras la muerte del marido es, entre los hindúes, bien visto pero no forzoso. Si una viuda se incinera su familia gana fama y se les honra por su lealtad. Aquella que no se somete a las llamas se viste con ropas burdas y reside en casa de sus padres como signo de indignidad y bajeza por su incumplimiento, pero en ningún caso es obligada a quemarse.

Así, pues, cuando las tres mujeres que hemos mencionado consintieron en ser incineradas, pasaron tres días dedicadas a cantos, músicas, comidas y bebida como si se estuvieran despidiendo de este mundo. Otras mujeres venían a verlas de todos los rumbos. En la mañana del cuarto día trajeron a cada una un caballo sobre el que montaron engalanadas y perfumadas. En la diestra llevaban una nuez de coco con la que jugaban y con la izquierda sostenían un espejo en el que se contemplaban. Los brahmanes las rodeaban y también sus allegados. Delante iban atabales, albogues y añafiles. Los infieles les encargaban: «Transmitid mis saludos a mi padre, o a mi hermano, o a mi madre, o a mi amigo». A lo cual ellas decían sonriendo: «De acuerdo».

Monté a caballo con mis compañeros para ver su comportamiento durante la cremación. Anduvimos unas tres millas y llegamos a un lugar umbrío, muy arbolado y con agua, en una espesa fraga. Entre los árboles se alzaban cuatro templetes, en cada uno de los cuales había un ídolo de piedra. Entre las cúpulas había una alberca encima de la cual la sombra era tan densa y los árboles tan tupidos que el sol no podía penetrar entre ellos. Se diría que este lugar era el mismo infierno. ¡Que Dios nos guarde!

Al llegar ante aquellas cúpulas, las tres descabalgaron cerca del estanque, se zambulleron en él, se despojaron de las ropas y joyas que llevaban y las ofrecieron como limosna. Se les dio entonces una tela basta de algodón inconsútil con la que se cubrieron la cintura, la cabeza y los hombros. Mientras tanto se habían encendido las hogueras cerca del zafareche, en una depresión del terreno, y se había vertido sobre ellas aceite de kunŷud —es decir sésamo— que aviva las llamas. Unos quince hombres sostenían haces de leña y otros diez llevaban grandes tablones. Los músicos permanecían de pie esperando la llegada de las mujeres. El fuego estaba tapado con una manta que sujetaban los hombres para que su vista no las espantara. Vi cómo una de ellas en llegando a la manta la arrebató de manos de quienes la sujetaban y les dijo en persa, sonriendo: «¿Es que creéis que voy a asustarme con el fuego? Sé que es fuego ardiente». Después juntó las manos por encima de la cabeza, como reverenciando al fuego, y se arrojó en él. Momento en que resonaron los atabales, añafiles y albogues y los hombres echaron sobre ella la leña que sostenían en las manos. Otros le pusieron encima los tablones por que no se moviese. Las voces subieron y aumentó la barahúnda. Al verlo, casi caigo del caballo, de no ser por mis compañeros que trajeron agua con la que me rociaron la cara y pude recuperarme.

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