19 de abril de 2015

La Tabla de Flandes


Arturo Pérez-Reverte
La Tabla de Flandes (1990)

Ouvi mencionar pela primeira vez o nome de Arturo Pérez-Reverte há bastantes anos, na recensão de um dos seus livros (possivelmente este, A Tábua de Flandres, na tradução portuguesa), e algo nesse texto me despertou o interesse, embora já não me recorde do que se tratava. Mais tarde soube que Pérez-Reverte era jornalista, e o meu preconceito contra jornalistas-escritores esmoreceu-me a vontade de lê-lo, tanto mais que a sua obra parecia versar temáticas das quais me encontrava, então, um tanto afastado. Nos últimos tempos reencontrei Pérez-Reverte como um dos colaboradores do El Manifiesto, um sítio que visito com frequência e que defende causas e valores nos quais me revejo; gostei dos seus artigos e decidi dar-me a oportunidade de tomar contacto com a sua obra.
Com uma história baseada numa pintura de Pieter Van Huys, um mestre flamengo do século XV, e do segredo que ela encerra, encriptado no jogo de xadrez ali representado, rapidamente a vertigem da partida se apodera das pessoas que se movem ao redor do quadro, em restauro com vista a ser leiloado. Os primeiros capítulos foram uma desilusão; tendo por cenário o meio artístico madrileno, as personagens pereciam desinteressantes e as situações fúteis, à excepção de Julia (a restauradora) e Muñoz (um empregado de escritório que se dedica ao xadrez nas horas vagas). Com o avançar das páginas o livro vai ganhando substância e profundidade uma boa justificação para aquilo que aparentava ser superficial é a vacuidade e o materialismo que predomina no mundo artístico dos nossos dias e A Tábua de Flandres acaba por se tornar num livro que vale bem o tempo gasto a lê-lo.

Cruzaron la avenida desierta. Al llegar a la otra acera Julia observó de nuevo a su acompañante, con disimulo. No parecía un hombre de extraordinaria inteligencia. Por lo demás, dudaba que las cosas le hubiesen ido demasiado bien en la vida. Viéndolo caminar con las manos en los bolsillos, el ajado cuello de la camisa y las grandes orejas asomando sobre la gabardina vieja, daba la impresión de no ser sino lo que era: un oscuro oficinista, cuya única fuga de la mediocridad era el mundo de combinaciones, problemas y soluciones que el ajedrez podía ofrecerle. Lo más curioso en él era la mirada que se apagaba al apartarse del tablero; aquella forma de inclinar la cabeza igual que si algo le pesara demasiado en las vértebras del cuello, ladeándola; como si de esa forma intentase que el mundo exterior se deslizara por su lado sin rozarlo más que lo necesario. Recordaba un poco a los soldados prisioneros que caminaban con la cabeza baja en los viejos documentales de guerra. Era el suyo el aire inequívoco del derrotado antes de la batalla; de quien cada día abre los ojos y se despierta vencido.
Y, sin embargo, había algo más. Al explicar una jugada, siguiendo el retorcido hilo de la trama, en Muñoz despuntaba el destello fugaz de algo sólido, incluso brillante. Como si, a pesar de su apariencia, en el interior latiese un extraordinario talento lógico, matemático, o del género que fuera, que daba aplomo, autoridad indiscutible a sus palabras y gesto.
Le habría gustado conocerlo mejor. Comprendió que lo ignoraba todo de él, salvo que jugaba al ajedrez y era contable. Pero ya resultaba demasiado tarde. El trabajo había terminado, y sería difícil encontrarse de nuevo.
– Ha sido la nuestra una extraña relación –dijo en voz alta.
Muñoz dejó vagar la mirada a su alrededor durante unos segundos, como si buscase confirmación a aquellas palabras.
– Ha sido la relación habitual en ajedrez… –respondió–. Usted y yo, reunidos durante el tiempo que dura una partida –sonrió de nuevo, de aquel modo difuso que no significaba nada–. Llámeme cuando quiera volver a jugar.

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