9 de maio de 2020

Siete años en el Tíbet


Heinrich Harrer
Siete años en el Tíbet (1953)

Alpinista experiente, o austríaco Heinrich Harrer era, em 1939, integrante de uma expedição alemã aos Himalaias, que fazia o reconhecimento do Nanga-Parbat. Em Agosto desse ano, enquanto os alpinistas aguardavam na Índia (então colónia britânica) o transporte de regresso, viram restringidos os seus movimentos pelos britânicos. Em Setembro, quando estalou a guerra mundial, foram imediatamente detidos e transportados para o campo de prisioneiros de Dehra-Dun, no Norte da Índia. Após algumas tentativas frustradas de fuga, Harrer e outros prisioneiros conseguiram evadir-se, em Abril de 1944, dispersando-se em vários grupos. Harrer e Kopp chegaram ao Tibete, onde encontraram o outro grupo de fugitivos alemães ainda antes de entrar em Gartok, a primeira localidade importante para a qual se dirigiram. No entanto, as autoridades recusaram-lhes asilo e insistiram para que eles saíssem rapidamente do país, encaminhando-os para o Nepal, via Tradün.
Até Tradün separaram-se os elementos restantes do grupo; dos sete iniciais ficaram apenas Harrer e Peter Aufschnaiter, o chefe da expedição. Nessa altura já a guerra tinha terminado, mas os britânicos, com grande influência no Nepal, continuavam a encarcerar os alemães que encontravam; ora, sabendo pelas notícias do estado de destruição da Alemanha, os dois alpinistas decidiram continuar no Tibete, apesar das enormes dificuldades materiais, do seu estatuto de “ilegais”, e da habitual hostilidade tibetana para com os estrangeiros.
Evitando as estradas principais rumaram então a Lhasa, a capital, ainda uma “cidade proibida” onde, até à data, relativamente poucos europeus tinham entrado. Chegaram em Janeiro de 1946 e, após algumas dificuldades iniciais, foram bem recebidos no seio da classe dirigente. Em Lhasa, apesar do isolamento, os viajantes viram uma panóplia de artigos ocidentais à venda, desde a revista Life aos últimos discos de Bing Crosby, e verificaram já a existência de numerosas raças, religiões e costumes alheios ao Tibete — butaneses, nepaleses, mongóis, sikhs, cazaques, chineses, muçulmanos, casamentos mistos, etc. Apesar da autoridade incontestada dos budistas, era óbvio que o apogeu do país passara há muito; esta “diversidade”, minando a homogeneidade social, prenuncia sempre uma ruína próxima.
Trabalharam como técnicos superiores, em diversas áreas onde Lhasa tinha falta de quadros especializados, contratados pelos monges, pelo Governo e pela nobreza, o que lhes facultou a ascensão social e uma integração perfeita que fez do Tibete a sua segunda pátria. A amizade pessoal de Harrier com Lobsang Samten, irmão do Dalai Lama, abriu-lhe todas as portas e foi convidado a assistir a rituais jamais observados por europeus; essa amizade estendeu-se depois ao então jovem Dalai Lama, de quem se tornou preceptor. Tudo isto teve um fim brusco em Dezembro de 1950, quando o Tibete foi invadido pela horda comunista chinesa de Mao Tse Tung, e Harrer decidiu acompanhar o Dalai Lama na sua viagem rumo ao exílio, no vale de Tchumbi, seguindo depois para a Índia. Aufschnaiter ficou algum tempo mais no Tibete e passou depois para o Nepal.
Sete Anos no Tibete é o curioso retrato de um país entre a intemporalidade e a modernidade, ainda com traços fortes de uma Tradição primordial de que o Dalai Lama na sua função de rei-sacerdote é o indicador máximo nas vésperas da sua fatal derrocada.
Quanto a esta tradução espanhola, de María Teresa Monguio, julgo que não primará pela fidelidade ao texto original. Não sei alemão mas verifiquei que a sexta edição da tradução inglesa, de Richard Graves, publicada em 1954, contém numerosos trechos que aqui estão em falta, encontram-se frases traduzidas com um sentido diferente, e a divisão por capítulos é outra; creio que essa tradução inglesa teria sido uma melhor opção.

El enviado de las autoridades municipales cerró la conversación declarando que Lhasa y el Tíbet son lugares estrictamente prohibidos a los extranjeros y que el Gobierno está firmemente decidido a conservar ese aislamiento.
—¿Adónde iremos a parar —dijo como colofón— si todo el mundo fuera libre de cruzar a su antojo el Himalaya?
¿Que ocurrirá, en realidad, en semejante caso? Pues sencillamente esto: un hombre introducirá en el país un vehículo de ruedas que, tarde o temprano, vendrá a suplir la conducción a espaldas de hombres, sustituyendo también al yak; siguiendo las huellas del primero, otro extranjero, armado con una jeringuilla de penicilina, emprenderá la tarea de expulsar las enfermedades venéreas de las tiendas de los nómadas y de los palacios de los nobles. Pero el tercero y el cuarto se dedicarán a arrancar del suelo tibetano el oro y los demás minerales que encierra. Los torrentes y ríos servirán para mover turbinas; sobre los altos puertos, donde ahora ondean al aire oriflamas y banderolas, se alzaran puestos de gasolina y hoteles de turismo. En fin, expulsando de sus últimos tronos terrestres a los dioses, telesquíes y funiculares se lanzaran a la conquista de las montañas. ¡Y es precisamente contra esa invasión que el Tíbet y su Gobierno están resueltos a defenderse!
[...]
De las provincias orientales llegan noticias alarmantes, se habla de una concentración de tropas chinas de caballería e infantería a lo largo de la frontera. Sin gran confianza, el Gobierno de Lhasa envía varios regimientos a los lugares más amenazados, aunque sabe muy bien que sus destacamentos no podrán detener la marea humana que se dispone a irrumpir en el país. Todas las gestiones encaminadas a lograr alguna ayuda del extranjero acaban en rotundos fracasos. El ejemplo de Corea demuestra la impotencia de las Naciones Unidas; no son capaces de impedir que un osado adversario desencadene un conflicto.
El 7 de octubre de 1950, los chinos cruzan la frontera por seis puntos y tienen lugar las primeras escaramuzas. Lhasa no se entera de la noticia hasta diez días después; mientras los soldados tibetanos mueren en el frente, la población de la capital aún confía en un milagro. En cuanto las nuevas de la invasión llegan al Norbulingka, el Gobierno convoca a los oráculos, y ministros y priores se arrojan a los pies de los adivinos rogándoles que invoquen la bendición de los dioses sobre el país. En presencia de Kundun, los monjes se entregan a sus danzas y exorcismos. De pronto, el oráculo del Estado entra en trance y pronuncia claramente estas palabras: “Hacedle rey”, y se prosterna ante el Dalai. Sus colegas hacen profecías análogas.
Entre tanto, las tropas chinas siguen progresando y su avance alcanza más de cien kilómetros. Algunas unidades tibetanas se rinden y otras huyen. El gobernador del Tíbet oriental pide por radio autorización para deponer las armas, pues ya es inútil toda resistencia; pero la Asamblea Nacional se la niega. Después de volar los depósitos de municiones, el gobernador huye en compañía del operador de radio Robert Ford; a los dos días, las unidades chinas les cortan la retirada y los hacen prisioneros. En la actualidad, el desgraciado Ford todavía se pudre en una cárcel china.
Una vez más, el Gobierno tibetano pide a las Naciones Unidas que intervengan. Por su parte, la radio de Pekín proclama que sus tropas vienen a “liberar a un pueblo hermano, de la influencia extranjera”. ¡La verdad es que si algún pueblo se halla al margen de las rivalidades políticas y económicas de las grandes potencias, ese pueblo es el Techo del Mundo! ¡Si existe un país en el que no hay nada que “liberar”, es el país del Dalai Lama! Lake Success prodiga las buenas palabras y declara: “Las Naciones Unidas siguen confiando en que se llegue a un acuerdo entre la China y el Tíbet”.
La suerte esta echada; los tibetanos que temen la dominación extranjera se disponen a expatriarse y, con ellos, Aufschnaiter y yo nos preparamos también a abandonar este país al que tanto debemos.
Las horas que he pasado en compañía de Kundun se cuentan entre las mejores de mi existencia. Hemos tratado de agradecer al Gobierno y al Dalai Lama su hospitalidad, cumpliendo las tareas que se nos encomendaron, pero ni mi compañero ni yo fuimos nunca instructores militares, por más que les pese a los centenares de periódicos europeos que lo han afirmado.
Las noticias catastróficas siguen afluyendo a la ciudad santa, y el pontífice se preocupa por nuestra suerte. En el curso de una larga conversación que sostengo con el, me aconseja que aprovechemos su regreso al Potala para abandonar la capital; así, nuestra marcha pasará inadvertida, y si es necesario pondremos por excusa que queremos visitar Chigatse y el Tíbet meridional.
Contrariamente a los deseos expresados por la Asamblea Nacional, todavía no se ha proclamado la mayoría de edad de Kundun; se está esperando una señal favorable. Pero surge además otro interrogante: ¿que va a ser del soberano después de la ocupación de Lhasa? En cuanto a esta cuestión, existe un precedente: en 1910, el decimotercer Dalai Lama se refugió en la India para escapar a las tropas chinas, y su marcha salvó al país. Sobre esto también habrá que esperar la respuesta de los dioses.

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