5 de abril de 2020

Los Buddenbrook


Thomas Mann
Los Buddenbrook (1901)

Tendo em conta o subtítulo da obra, Decadência de uma família, desde as primeiras páginas de Os Buddenbrook, sabemos para onde se dirigirá a história. Prendem a atenção as descrições da opulência burguesa da casa, que por sua vez tinha sido comprada a um comerciante arruinado, porque sabemos que existe um destino marcado e aqueles sinais de riqueza serão um dia dissipados.
Com uma narrativa que atravessa 40 anos e quatro gerações de uma família de comerciantes da alta burguesia alemã, em pleno séc. XIX, o livro centra-se sobretudo em duas personagens, Thomas Buddenbrook e sua irmã Antonie (ou Tony), com temperamentos muito diferentes, que têm uma forte noção do peso do nome familiar e tentam, de forma voluntariosa mas sem grandes resultados práticos, transmitir e melhorar o legado às gerações futuras. Assim, quase sempre por manifesta infelicidade, Thomas Buddenbrook não só não conseguirá conservar o grosso do seu património como, à aproximação do final da vida, tem a percepção que o filho, doente e sem outro interesse para além da música, será incapaz de dar continuidade à firma.
Los Buddenbrook, nesta edição em espanhol com tradução de Isabel García Adánez, foi o primeiro romance de grande fôlego do escritor, editado quando ele tinha 25 anos; Thomas Mann parece-me um autor mais interessante nas obras extensas (A Montanha Mágica, Doutor Fausto) do que nas novelas curtas e este livro confirma a minha opinião.

Cuando llegaron al «templo del mar» ya comenzaba a caer la tarde; el otoño estaba bastante avanzado. Permanecieron de pie en una de las habitaciones que se abrían a la bahía, en las que olía a madera, igual que en las casetas de la casa de baños, y cuyas toscas paredes estaban llenas de inscripciones, iniciales, corazones y versos. Uno junto al otro, contemplaron la pendiente cubierta de musgo verde que bajaba hasta la playa y la estrecha y pedregosa franja de arena que se extendía a lo largo del mar, revuelto y turbio.
—¡Qué olas tan grandes...! —dijo Thomas Buddenbrook—. ¡Cómo vienen y rompen, vienen y rompen, una tras otra, sin fin, sin sentido, tristes y erráticas! Y, sin embargo, nos tranquilizan y nos consuelan como sólo lo hace lo más sencillo y necesario. He llegado a amar el mar cada vez más... Quizás en otra época me atrajeran más las montañas, porque estaban lejos de aquí. Ahora ya no querría ir por nada del mundo. Creo que sentiría miedo y vergüenza. Allí es todo demasiado azaroso, demasiado irregular, demasiado diverso...; sin duda, me sentiría demasiado inferior. ¿Qué tipo de personas son las que prefieren la monotonía del mar? Yo creo que son las que han pasado mucho tiempo observando su laberinto interior con demasiada profundidad, de modo que lo único que buscan, al menos en el exterior que les rodea, es una cosa: uniformidad... Hay una primera diferencia, menor: en las montañas, uno va trepando y subiendo, mientras que, junto al mar, uno permanece quieto, descansando en la arena. Sin embargo, conozco la mirada con la que se rinden honores a lo uno y a lo otro. Los ojos que vuelan de cumbre en cumbre son ojos seguros, rebeldes, felices, llenos de ganas de vivir, de firmeza y valor para enfrentarse a lo que se ponga por delante; en cambio, ante la inmensidad del mar que mece sus olas con este fatalismo místico e hipnótico, hay una mirada nublada, consciente y sin esperanza que alguna vez vislumbró las profundidades del triste caos de la existencia... Salud o enfermedad: ahí está la diferencia importante. Uno escala con arrojo la maravillosa diversidad de aquellos parajes llenos de aristas, cumbres y precipicios para poner a prueba su fuerza vital cuando todavía no se ha consumido nada de ella. Pero prefiere descansar en la infinita uniformidad del mundo exterior cuando está cansado de la absurda maraña del interior.
La señora Permaneder, intimidada e incómodamente conmovida, guardó silencio; calló como calla la gente sencilla cuando, en medio de una conversación de sociedad, alguien dice muy serio una gran verdad. «¡Esas cosas no se dicen!», pensó, mirando con firmeza hacia la lejanía del horizonte para no encontrarse con los ojos de su hermano. Y, como si le pidiera disculpas por no poder evitar avergonzarse de él en aquel silencio, le cogió un brazo para rodearlo con los suyos.

Li anteriormente:
O Cisne Negro (1954)
Tônio Kroeger (1903)
A Morte em Veneza (1912)

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